Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

Lo que es, lo que está, lo que permanece


Todos los cuerpos que alguna vez me amaron han desaparecido enterrados en las brumas crueles de mi memoria. En el mismo momento en el que conocieron los rincones de mi casa y de mi cama, se perdieron a sí mismos en esta orgiástica amalgama de hombres y mujeres que recorrieron los caminos trazados en mi piel con saliva y besos encadenados.

No recuerdo a quién pertenecía esa mano autora de aquella caricia sutil y precisa. No recuerdo de quién eran aquellos labios cubiertos de rocío que se abrían paso entre mis gemidos. No recuerdo si fue falo o dedo o lengua el que me guió triunfal hasta el éxtasis una y otra vez.

MENTÍ.

Os recuerdo a cada uno como si todavía estuvieseis aquí, rondándome. Incluso a aquellos a los que amé sin llegar a tocaros.

RECUERDO aquella espiral que se te escurría entre los dedos. RECUERDO tu ceño fruncido cuando leías y cómo adelantabas arrogante las caderas. RECUERDO tu pelo planeando sobre mi vientre mientras descendías despacio por mi piel. RECUERDO tu manía de morder dedos cuando alguno se acercaba imprudente a tu sonrisa de luciérnaga. RECUERDO el frío de los escalones incrustándose en mi espalda y mis manos como garras en la barandilla. RECUERDO tus manos bañándose en el azul de mi falda, tus caricias en las pantorrillas que me hacían cosquillas. RECUERDO tus besos ligeros en mi rostro mojado por las lágrimas aquella noche en la que el mundo se acababa.

Malditas sean las crueles brumas de mi memoria que en sueños me arrastran a vosotros y me dejan perdida en este círculo de tristeza, de gratitud, de ternura, de soledad, de felicidad, girando una y otra vez en torno a vuestros gestos, a vuestras sonrisas, a vuestro olor que todavía conservo pegado en la piel, en las sábanas, en el recuerdo.

Dudo


Pienso en ti y me devoran las preguntas. Pienso en ti y me das miedo. Pienso en ti y no te entiendo y me pregunto a mí misma si es verdad que la curiosidad mató al gato. Pienso en ti y te comprendo, a pesar de no entenderte y mis preguntas se responden solas puesto que sé con absoluto convencimiento que contemplo un alma atormentada. A los dos nos rondan nuestros fantasmas. Los dos tenemos heridas aún no cerradas. Pero no creo que seamos capaces de curarnos entre nosotros, no creo que logremos exorcizar nuestros demonios juntos. Porque dos almas atormentadas nunca consiguen amarse, sólo se destrozan.

El viejo y la sopa de letras


En algún lugar inhóspito de esta tierra, entre sauces y tilos, hay una charca de agua fangosa. La charca es en realidad una puerta mágica a otro mundo. En el barro inmundo de la charca, en la frontera entre nuestra realidad y los sueños, vive un viejo, de espalda vencida por los años, de piel arrugada y afilados huesos. Se le puede ver inclinado sobre un enorme caldero, removiendo una sopa de colores brillantes.

Cada noche, el viejo se cuela en nuestras casas y roba, codicioso, los manuscritos de las historias que queremos contar, los versos absurdos surgidos de nuestra alma, las palabras de amor y desamor que escribimos en nuestros ratos de soledad.

Al amanecer, cuando la luz comienza a herir el verde de los árboles, vuelve a su charca ,y , allí recita conjuros y salmos, invocando a los dioses, y las palabras de los manuscritos que nos ha robado comienzan a soltarse del papel, jugando entre ellas al escondite. El viejo coge cada papel con las letras bailando en espirales sinuosas, se asoma al caldero y vierte las palabras, los versos, las historias en esa sopa humeante. La intensidad de sus cánticos se eleva al cielo, y el líquido de colores chisporrotea entre llamas azules y verdes.

Cuando el último rayo de sol se deja morir en el horizonte, el viejo acude a su caldero una vez más, se sirve con manos temblorosas un cazo de la sopa, la bebe en ansiosos sorbos y se sienta, pluma en mano, ante un papel en blanco. Un papel en el que nunca ha escrito nada. Un papel que no conoce ninguna historia. El viejo piensa y piensa y las palabras llegan como un torbellino a su mente perturbada, pero no consigue ordenarlas para dotarlas de sentido. Una vez más sigue sin escribir nada.

Una vez más siente su alma desgarrada.

La mujer muerta


Una vez conocí a una mujer que caminaba con las manos sobre el pecho, como si ya estuviera muerta. Llevaba el pelo rapado y se le adivinaba un tatuaje en su nuca. Su vestido largo y oscuro se le enredaba en las piernas cuando caminaba. Pero ella no parecía dale mucha importancia. No parecía darle importancia a nada.

Una vez conocía a una mujer que caminaba con las manos sobre el pecho como si ya estuviera muerta. Pero, en realidad, no la conocí, sólo la intuí.

Juegos con las letras... y algo más



 Oculté entre espesas sábanas su única arista afilada. Amé eclipses solares silenciados sobre escarpadas sierras. Susurré efímera apelación, negada al lactante erguido. Observé entre epidermis suave, el lustro ondisonante escondido. Obedecí instrucciones sáficas segmentando, orgullosa, alientos saeteados. Sometí, inmisericorde, espasmos salmodiados. Se emigraron nostálgicos sirocos, sosegando, otrora alma abandonada.


Todo fue empezar


 

Han pasado más de mil años desde que mi inocencia se quebró. Se me rompieron mis sueños o los perdí, todavía no lo sé. Con la visión empañada, todo se me torció y me pasé las noches invocando a la oscuridad, exigiendo respuestas a preguntas equivocadas. En las callejuelas de mi mente no dejaba entrar a nadie y encriptaba sin descanso mis pensamientos, de forma que ni yo podía entenderlos. Naufragué en mi propio océano de dudas.

Descubrí la paciencia y la comprensión de un papel en blanco. Vomitaba lo que sentía con tanta ansia, con tanta pasión que me enterré en papeles garabateados. Así podía convertir mis fantasmas en algo más manejable, algo externo a mí a lo que poder enfrentarme, algo que pudiera moldear con mis manos.

Comencé a escribir porque me devoraba la locura. Comencé a escribir porque no encontré otra manera de gritarle al mundo o a ese dios absurdo que juega con nuestras vidas todo lo que sentía. Comencé a escribir porque si no lo hacía me faltaba el aire. Fue una obsesión que me atrapó y en la que todavía sigo enredada.

Sigo escribiendo porque mis heridas no están aún cerradas, porque mis fantasmas me siguen rondando en lo oscuro.

Sigo escribiendo porque temo lo que vendrá si me detengo.