Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

Una y otra


Tengo el alma partida en dos.

Con una mitad negocio, razono, compro y vendo, cambio. Es la mitad que se centra y que mira fijamente, la que disimula las sonrisas y los ceños fruncidos, la que ordena las ideas, los papeles, la que programa los encuentros y la que se asusta ante los desencuentros, es la que miente, la políticamente correcta, la aparentemente feliz.

La otra mitad sólo acepta sobornos, con ella juego y me arrepiento, me dejo llevar, me abandono y me arriesgo. Es la mitad que entiende. Y que no entiende de razones. O que entiende sólo a medias, o a ratos. Es la mitad que se cruza en mi camino y me distrae, la que me quema los mapas y la que encuentra esa carretera que va al paraíso perdido. Es la que guiña el ojo a los desconocidos, la que extiende la mano a ese niño, la que se ruboriza, es la que me pone la zancadilla y luego me ayuda a levantarme porque le doy pena, es la que me grita, tan sólo para que reaccione. 

Otra derrota


Una y otra vez ver pasar por delante de mis ojos todas mis derrotas, una tras otra, una vez más y una última. Y ella siempre jugando, siempre seduciendo, siempre barajando las cartas del sexo o del amor, como quiera que lo llaméis, siempre con un as en la manga, siempre sabiendo donde se hace más daño, donde clavar mejor esa hoja afilada. Y no sé como conseguir llevarlo mejor, porque cada momento es una bofetada, una alquimia que convierte momentos triviales en rituales de brujería, puro vudú…

- Perdona…

Una voz, me devuelve a la realidad. Las líneas de las baldosas dejan de ser el centro de toda mi atención e intento ubicarme, localizar al que me habla.

- Perdona… ¿sabes por donde se va al corte inglés?

- Sigue recto y en la siguiente a la derecha, enseguida lo ves.

- ¡Mila esker!

Le miro a los ojos y entreveo un deseo velado de entablar conversación. La sonrisa se ensancha, expectante. Todos nos sentimos solos. Le miro a los ojos. Es guapo. Ojos brillantes, de persona inteligente o el típico, tópico brillo provocado por el alcohol. Vuelvo la cabeza y sigo mi camino. Otra oportunidad más desperdiciada. De vuelta a mis fantasmas. Otra derrota.

La ciudad de los gatos


Se lo llevaron de mi lado, me lo arrebataron. Y yo lo imaginaba en un lugar frío y oscuro y húmedo, esperando el fin de los días.

Me lo quitaron. Y apenas pude decirle adiós, apenas pude tocarle la mano, apenas logré hacer que mi voz cruzara el tiempo y la distancia hasta él.

Se lo llevaron. Y desde entonces no volví a verle. Hasta que una noche, en sueños, sin saber si yo le había invocado o si él me había llamado a mí, le encontré.

Soñé que caminaba por las callejuelas de mi caótica mente, serpenteando entre casas vacías, cantones oscuros, tétricos jardines. Zambullida en un silencio sordo, creado tal vez por mi propia imaginación. Soñé que llegaba hasta un muro alto, en cuyo centro se alzaba una enorme puerta, como una boca de fauces abiertas. La puerta, la boca y la verja de hierro que la cerraba, unos afilados dientes. La puerta me devoró y yo me dejé devorar entre chirridos metálicos.

Mis ojos se entrecerraron hasta acostumbrarse a la oscuridad y a la luz tenue de alguna luna, presente pero oculta. Se descubría, ante mi mirada, una ciudad dentro de otra ciudad.

Más calles oscuras, pero, esta vez, vibrando entre mármoles y granitos.

Esculturas de piedra que parecían abalanzarse sobre mí, todas ellas con las manos extendidas transformadas en garras, todas ellas con las bocas abiertas, en un grito ahogado por la noche.

La sombra tenebrosa de los cipreses, recortada sobre la tenue luz de esa luna que no existía y los crisantemos amarillos que tapizaban el suelo de tierra.

Más silencio, pero roto ahora por los maullidos inquietantes de decenas…, cientos…, miles de gatos, que clavaban sus interrogantes ojos en mí, mientras se paseaban elegantes y perezosos.

Me interné en el laberinto de calles, abriéndome camino entre los gatos que me seguían con la mirada sin permitirse distracciones, ajenos a todo lo que no fuera mi persona.

Y le encontré. Después de un rato buscándole sin saberlo, supe que estaba allí, detrás de la piedra, encerrado por el mármol y el granito y los crisantemos amarillos. Custodiado por los gatos.

Pegué la oreja a la piedra y no oí nada. Pero estaba allí, yo podía sentirlo, abalanzándose contra la cárcel de piedra que le retenía, con las manos extendidas, transformadas en garras, con la boca abierta, en un grito desesperado, ahogado por la noche.

Sin nombre


Suele decirse que lo que no tiene nombre no existe. Y la verdad es que puede ser cierto, ya que lo que no se puede nombrar no respira, no ve, no sueña, no ama. Sólo se desliza en las sombras.

Así que puede que yo no existiera antes de que la sirena me invocara, antes de que me nombrara por primera vez. Puede ser que, hasta entonces, yo tan sólo dormitara en lo oscuro, en la frontera de dos mundos.

Aguardé, allí donde no llegan ni la luz, ni el aire. Esperé a que me llamara, a que me nombrara, esperé a que la sirena gritara mi nombre. Y, entonces, sentí el tirón de la tierra y un río de vida, de sangre, de vida, me arrastró a la luz, al aire y a una piel que ansiaba mi piel.

Y comencé a respirar. Y a ver. Y a soñar. 

Comencé a existir. 

Comencé a amar.


Para Rubén, que comenzó a respirar, a ver, a soñar, a existir y a amar el 1 de octubre de 2010, a las diez y media de la noche

Pérdida


Conduje mi coche, en una cruel carrera con el tiempo que nos distanciaba y no llegué. Te fuiste sin mí, a pesar de que llevaba días soñando con dejarte marchar cogida de tu mano. Esa mano que fue un día fuerte y que hoy se veía ligera y flácida. Débil.

Sólo lamento tres cosas. Lamento que durante estos últimos años no logramos contagiarte un poco de nuestra alegría de vivir. Lamento no haberte podido arrancar más sonrisas. Lamento no haber podido estar contigo hasta el final.

Nos has dejado y, pese a que no queríamos dejarte marchar, la dulzura de tu viaje nos consuela. La sangre nos sigue llamando y te seguimos sintiendo cerca, con tu mirada convertida en sonrisa.

Se nos quedaron cosas sin decir, se nos silenció el corazón empañado en lágrimas, pero ahora ya no hay nada que tú no sepas.

Te queremos, te añoramos y te recordamos.

Pequeñas notas del viaje a Galicia


 Cañón del Sil, Orense

14/08/2010, 19:57, Isla Pancha, Ribadeo
Entre las luces del faro, los farolillos del camino y la gente que estamos aquí para quedarnos a dormir, esta noche podemos hacer una rave…

15/08/2010, 10:39, Foz
Los laberintos de las calles, los gritos histéricos de las gaviotas y el olor inmenso del mar.
En la Frouxeira, escondida entre bosques de eucaliptos y miles de mágicas encrucijadas, se oculta una basílica de altos muros. Fortaleza, lugar de descanso, refugio…

15/08/2010, Praia de Fornos, Cariño
En las leyendas gallegas, se dice que los cruces de caminos son lugares mágicos, en los que los espíritus de los fallecidos, las almas de los atormentados acuden en la hora de las brujas, fantasmas perdidos, olvidados.

16/08/2010, 11:03, Sierra do Capelada
Y comenzó a sonar una melodía, como una flauta lejana, y los molinos se convirtieron en gigantes y comenzaron a danzar, hechizados por la música.

17/08/2010, 21:24, Mirador de Penapombeira, Frontón
Al sol se lo tragaron las montañas, glup, de golpe, sin masticar, dejando un rastro violeta en el horizonte.

17/08/2010, 18:04, Oleiros, Cañón del Sil
Sí, definitivamente, me he perdido. Bueno, exactamente, no me he perdido… si yo sé dónde estoy… pero…pero… ¿cómo consigo pasar a ese otro lado?

18/08/2010, 10:13, Embalse de Santo Estevo
¡Yo de mayor piloto de rallies!

19/08/2010, 19:40, San Fiz do Seo
¿Y quién me habrá mandado a mí meterme por aquí? Pantxita, ¿estás bien? Suenas raro… ay…

19/08/2010, 21:14, Villafranca del Bierzo
Es la cuarta vez esta tarde que se me cruza un bicho negro. Los dos primeros han sido perros (uno suicida, que se me ha echado encima poniendo a prueba los frenos de Pantxita), la tercera una gallina y ahora un gato, ¿será que alguien me ha echado mal de ojo?

20/08/2010, 9:17, Villafranca del Bierzo
Hoy he hecho muy feliz a un hombre. Y todavía no sé porqué. Un viejillo de nariz colorada, que parecía tener mil años, lleno de arrugas, con un sombrero calado hasta las orejas de soplillo. Y al mirarle a los ojos, he visto la mayor cara de felicidad que me he encontrado en la vida, una sonrisa inmensa, la mirada brillante y traviesa…

20/08/2010, 16:12, Catedral de Santa María, León
El hombre que construyó estos muros, que fabricó estas vidrieras, que talló cada una de las volutas de esta piedra, es el mismo que mata a su hermano, el mismo que viola a mujeres y que tortura niños. El mismo que incendia los bosques y esquilma el campo. Una vez más me sorprendo ante los triunfos y derrotas del ser humano.

20/08/2010, 18:15, Villaverde de Sandoval
¡Uy!, ¡cuidado!, una señal de curva peligrosa… juajuajua, ¿eso era una curva peligrosa?, juasjuasjuas

Libélula, la ciudad que podía volar


Libélula era una ciudad muy peculiar, puesto que había surgido de una exaltada imaginación, y, como tal, no tenía la obligación de ser coherente ni de comportarse como se suponía que debía comportarse una ciudad. Alguien dejó volar su imaginación y soñó con otro lugar, con otra versión de su ciudad en la que el gris deja paso a la luz y en la que el tiempo, por fin, perdona y no pasa.

En primer lugar, aquel que la creó decidió que, en lugar, de estar asentada sobre tierra firme, Libélula reposaría ligera en una nube enorme de color violeta.

Además, nadie sabría nunca su localización exacta, puesto que se trataba de una ciudad itinerante y por ello viajaría por los aires a toda velocidad. La mayor parte del tiempo ni siquiera se la vería, puesto que, para pasar desapercibida, volaría muy alto y  tan sólo parecería una nube normal desde donde nos encontramos nosotros. Libélula sólo bajaría los días de mucha niebla, lluviosos, oscuros y grises en los que una sombra no llama la atención.

Sólo en esos días, si prestamos atención, podríamos ver el perfil de sus torres, sus cúpulas y terrazas. La vegetación crecería frondosa entre los edificios y por doquier veríamos las encinas con sus troncos retorcidos y oscuros. Las gárgolas se inclinarían furiosas sobre el viandante y le seguirían con sus ojos de gemas incrustadas.

Si quieres visitar la ciudad sólo tienes que cerrar los ojos, concentrarte y desear con gran intensidad elevarte en el aire hasta traspasar sus murallas. En un suspiro, sin saber cómo has llegado hasta ahí, te encontrarás en la puerta principal, entre los dos lobos de piedra que la custodian.

Verás cómo el cielo y el suelo han cambiado de lugar y sobre tu cabeza penden las tristes baldosas, mientras que tus pies caminan descalzos entre azules y algodones. Podrás pasear al amanecer por sus calles solitarias. Podrás ver cómo la ciudad despierta y las ventanas de las casas se van abriendo entre bostezos. Desde la calle se oye cantar a los vecinos en las duchas. La gente sale de su casa muy temprano para limpiar y abrillantar las calles y que la ciudad luzca hermosa y desafiante. Todos bailan en lugar de andar, nadie tiene prisa y todos parecen felices.

Es un buen lugar a donde huir, ya que allí son siempre bienvenidos los refugiados de la vida, aquellos que han de buscar dentro de su mente lo que no encuentran fuera.

Escuchando


Dentro de mi cabeza conviven miles de tormentas. Algunas veces, cuando estoy sola, cierro los ojos y me aíslo del exterior. Elimino cualquier ruido de ambiente, mis manos juegan con el aire y escucho lo que viene de lo más profundo de mi ser.

Cuando todo lo demás se queda en silencio, puedo escuchar el susurro de un mar furioso, las olas espumosas llegando a una orilla imaginaria. También puedo escuchar los trinos de un pájaro, el berrear de un pequeño gorrión, su diálogo chispeante con las hojas de los castaños, y el viento que se cuela entre las ramas. Otras veces, miles de voces intentan hacerse escuchar por encima de todas las demás, gritando, imponiéndose.

Y siempre, cuando me detengo un momento a escucharme, el pensamiento se me torna en belleza y la boca me dibuja una sonrisa y mis dedos intuyen una caricia.

Sexo converso. Sexo convexo


    Se miró las manos otra vez, atónito, agotada la piel de sus párpados de abrir y cerrar los ojos en un intento por despertar de un inesperado sueño. Pero siguió encontrando las mismas manos blancuzcas tirando a verdes, esqueléticas, de uñas curvada con la forma de una garra, brillantes y azuladas sus venas. Y no reconoció aquellas manos como suyas. No reconoció aquellos apéndices como parte de su cuerpo. Recordaba perfectamente haber tenido una piel normal, como cualquier hombre, y unos dedos finos y rectos. Recordaba sus manos como las de cualquier ser humano y no como las garras resbaladizas de un animal intergaláctico.


    Se asustó. Se asustó como nunca lo había hecho. Sintió el terror aguijoneando cada uno de sus huesos. Le asaltó la duda, la idea de que el resto de su cuerpo podía ser también así; de que el resto de su cuerpo, su cara, sus piernas, su pecho tuviera también ese color y untuosidad. Pero estaba demasiado oscuro, no sabía dónde estaba, sólo distinguía sus manos, y lo que veía le horrorizaba. No sabía si estaba desnudo o vestido pues parecía que había perdido sensibilidad en la punta de sus dedos. Tal vez fuera su nueva anatomía, o tal vez fuera el frío que sentía por todo el cuerpo. Tampoco oía nada. Había un silencio absoluto, inquietante e irreal en el lugar donde estaba. Sabía que se encontraba al aire libre, puesto que una corriente fría y húmeda le azotaba de vez en cuando las piernas y el rostro. Pero no escuchaba el silbido de ese viento. No escuchaba ningún murmullo de hojas al moverse las ramas de los árboles, no podía oír el canto de los pájaros. Ese silencio sepulcral le hacía sentir el frío de la soledad acariciándole la nuca.


     Se agachó para tocar la superficie donde se encontraba, pero no consiguió descifrar de qué material se trataba. Desde luego no se trataba de tierra, ni de hierba ni de cemento. Era algo frío, demasiado pulido para haber sido creado por manos humanas, y a la vez blando. Se hundía cuando apretaba con la mano o pisaba fuerte. No sabía dónde estaba y tenía tanto frío y se sentía tan sólo...


    No dejó de intentar saber dónde estaba durante lo que parecieron ser horas. Arrodillado, se medio arrastraba por el suelo intentando encontrar un límite, un cambio en el frío paraje, palpando siempre la misma materia resbaladiza y blanda. Sentía que la desesperación se iba adueñando de su ser al no encontrar nada que le orientara, nada que le fuera familiar, al no saber que había sido de su cuerpo, al no saber donde estaba, ni qué había sido de su vida. Ni siquiera recordaba exactamente cómo había sido su vida. Recordaba vagamente el cuerpo elástico de una mujer, las greñas doradas sobre su cara, pero no conseguía precisar sus facciones exactas, ni acordarse de su nombre. Sabía que trabajaba en algo que no le gustaba, que le aburría soberanamente y que tenía una madre sobreprotectora que le ahogaba con sus maternales brazos. Pero no lograba acordarse de la figura de su padre, ni de cómo era la casa donde vivía. Sentía que a medida que pasaban los minutos inexorables iba perdiendo más recuerdos, una parte mayor de lo que había sido su vida, sentía que perdía su pasado por momentos dejándole un vacío enorme, tan frío como todo en aquel horrible lugar. Sentía a su vida saliendo por la puerta de atrás de su mente sin hacer ruido, sin hacerse sentir.


    Y pensó en cuántas veces había fantaseado con la idea de olvidarse de todo lo que había vivido, de empezar en un lugar nuevo, sin toda esa gente que había conocido a lo largo de su vida. Siempre le había gustado la idea de perder su personalidad y su vida, para enmendar todos los errores que había cometido. Dejar de ser él para convertirse en otra persona o en un animal o en un objeto.  Sin historia, sin recuerdos, sin la necesidad de pensar en lo que siente, en lo que quiere hacer de su vida. Fundirse con el entorno, convirtiéndose en una parte más del decorado, inerte, sin responsabilidad de lo que sucede a su alrededor. No ser culpable, ni ser juzgado y condenado, no ser juez.


    Se quedó dormido de puro cansancio, el dolor empapándole todos sus miembros, acurrucado como un feto, helado todo su cuerpo. Cuando se despertó, la luz le cegó los ojos. No veía nada, se tambaleaba con las manos en los ojos, repletas de destellos. Sus pupilas se fueron acostumbrando a la luz y cada vez fue distinguiendo las formas y los colores. Como había temido, el resto de su cuerpo tenía la misma piel verdusca y resbaladiza que había entrevisto antes en sus manos, pero le pareció aún más horrible y resbaladiza. Atónito, comprobó que su miembro había desaparecido. En su lugar sólo había una superficie húmeda y abultada. No tenía pene, ni testículos, ni vello. Ni siguiera ningún agujero por el que poder deshacerse de sus desechos. No había nada. Sólo era piel. Tampoco tenía pelo en la cabeza, ni en sus axilas, ni en su pecho plano. Sus tetillas habían desaparecido, dejando en su lugar una masa que no tenía nada de compacta ni de musculosa como antes. Parecía que quien le hubiera hecho eso había querido extirparle todo distintivo sexual, todo rasgo que pudiera diferenciar a una mujer de un hombre.


    Antes de lo que él había empezado a llamar Su Conversión había sido un hombre musculoso, de formas rotundas, con un falo que se elevaba desafiante en cuanto tenía un pensamiento mínimamente erótico. Su masculinidad se despertaba con cada imagen, con cada caricia, con cada pensamiento. Ahora había perdido todo eso.


    No tenía hambre, ni sed. Sólo sentía un vacío inconmensurable y esa soledad. Seguía sin oír nada y todavía le resultaba inquietante todo ese silencio. Ya sabía porqué no oía nada: no tenía orejas, ni ningún orificio por donde pudieran entrar las señales sonoras. No podía saber si todavía podía hablar porque no oía su propia voz. Su boca también había cambiado. No tenía labios, sus dientes partían de sus encías, afilados, más grandes que antes y algo curvados. Al no tener labios, su boca permanecía permanentemente abierta, notaba el aire frío avasallando sus pulmones, raspando su garganta.


    Pronto descubrió que el lugar donde se había despertado era una gran extensión de un material parecido al plástico de color grisáceo o pardusco. No había sol. Sólo había una claridad inmensa que parecía surgir de la misma tierra, del cielo, una claridad que lo empapaba todo y que hacía que todo resplandeciera. Amarillo el cielo por la luz, resplandeciente de luminosidad. A lo lejos había unas rocas, brillando, casi traslúcidas. Al lado de las rocas se encontraba lo que parecía un lago de agua cristalina y limpia. Inquietante la quietud de sus aguas.


    Se sentía cansado, cansado de tanto delirio y locura. Tenía la esperanza de que todo fuera un sueño, de despertarse en algún momento abrazado por el cuerpo delgado como un junco de su mujer. Sin embargo, sabía, tenía la convicción de que todo era real y que no se iba a acabar nunca.


Empezó a caminar, clavando las garras de sus pies en el blando suelo, hacia las rocas, en busca de un punto alto desde donde poder buscar algún rastro de vida en aquel lugar. Aunque las rocas no parecían estar lejos, tardó muchísimo en llegar, cansado por la blandura del suelo que pisaba, las lágrimas corriéndole por las mejillas, abrasándole por dentro.


    Cuando llegó hasta los inmensos bloques se encaramó a ellos, empezó a trepar ágilmente, clavando sus dedos en las pulidas grietas. El aire frío raspando su garganta, sudando, dejando aún más resbaladiza su piel. Llegó a la cumbre rápidamente, sin permitirse un minuto de descanso y se levantó sobre la tierra mirando a su alrededor. Nada. Absolutamente nada. Sólo una llanura de esa misma materia extraña, tan plano todo, tan perfecto, ningún cambio en el monótono paisaje. Todo tan gris y tan luminoso. Cayó derrotado, sin fuerzas para llorar, con el viento lamiéndole cada centímetro de su desnudo cuerpo. Palpando con sus dedos aquella roca que parecía plástico. Todo en aquel lugar parecía plástico, hasta su cuerpo parecía de plástico. No sentía hambre, ni sed, y se dejó dormir con la cara vuelta hacia el frío suelo, atónitos sus ojos por tanta locura.


        Cuando despertó era casi de noche otra vez y decidió bajar de aquel extraño montículo para aprovechar los últimos minutos de luz e ir a explorar el lago, inmenso e inmóvil. Echó a andar otra vez con decisión, dispuesto a sobrevivir a esa locura, a luchar para mantenerse con vida. A medida que se acercaba al lago le intrigaba aún más la quietud de sus aguas. Era extraño que la brisa no levantara ni la más leve ola. Cuando llegó y posó sus manos en lo que esperaba que sería refrescante agua, se encontró con una superficie brillante, totalmente pulida, de una sustancia tan dura como el hielo, pero que no despedía ni frío ni calor, pero resbaladiza y palpitante. Una vez más nada era lo que parecía. Aún peor, ni él sabía lo que él mismo y lo que le rodeaba parecía. Ya no recordaba nada de su vida anterior, por mucho que lo intentó, e, incluso dudaba de si había tenido una vida normal en algún momento de su vida o había sido tan sólo un sueño. Tal vez, su cuerpo siempre había sido así y siempre había vivido en aquella especie de antesala del infierno.


        Finalmente, se acostó, pegado el cuerpo al suelo para evitar el frío viento y se durmió, plácidamente, con la inconsciencia de los que ya no saben quienes son. Los días siguientes transcurrieron inexorables, lentos. No encontró nada que tuviera el menor signo de vida, a pesar de que pasó los días caminando hacia un lado y hacia otro. Le dolían los pies y el rostro por el aire frío, pero seguía luchando por sobrevivir. No había comido nada en todo el tiempo que llevaba allí puesto que parecía que su nuevo cuerpo no lo necesitaba. En realidad, aunque lo hubiera necesitado no habría encontrado nada para comer o beber. Seguía empeñado en vivir, pero a medida que pasaban los días ese empeño era más y más débil..


        No había nada que amenazara su vida por lo que se sentía absolutamente seguro en aquel extraño lugar. Pero ansiaba como nunca el contacto con otro ser vivo, la compañía que supone estar con alguien con un corazón, dos piernas y dos brazos y decidió buscar a alguien como él. No podía ser el único habitante de aquel lugar, estuviera donde estuviera. Tenía que haber alguien más y él sería capaz de encontrarlo., Así que echó a andar con fuerzas renovadas, ya que tenía una razón, una causa, un objetivo. Pero no tardó en desengañarse y en cercionarse de que jamás encontraría a alguien. Llegó a las fronteras de su reino, un abismo tan profundo y tan negro que era como si se hubiera acabado el planeta. No distinguí la otra orilla del abismo, si es que existía y tampoco podía ver su fondo. Las paredes del precipicio parecían de la misma sustancia fría que todo lo demás, tan pulida y grisácea.


       
Comenzó a sentir la desesperación empapándole. No hacía más que llorar sin lágrimas y caminar sin un rumbo fijo. Los días y las noches se sucedían y nada cambiaba. No vairaba la temperatura de aquel lugar, ni la intensidad de la luz. Ningún ruido rompía su silencio. Ningún movimiento rasgaba la quietud del lugar.


        Deambulaba, pasando el rato. Subía a las rocas para mirar desde las alturas lo mismo que veía desde el nivel del suelo. Paseaba por encima del falso e irreal lago. Caminaba y caminaba sin importarle nada. Por las noches se tumbaba en el frío suelo y dejaba que el viento le acariciara el cuerpo. Intentaba dormir, sin lograrlo. Un día después de otra noche en vela no pudo levantarse.


Su voluntad le había abandonado y no pudo ponerse en pie. Una idea comenzó a tomar forma en su mente: suicidarse. No podía aguantar más aquella vida, si es que se le podía llamar vida. Consideró la idea de arrojarse por el precipicio pero le aterrorizaba la posibilidad de una caída sin fin. Además, tampoco parecía que contase con las fuerzas suficientes como para levantarse y caminar hasta el abismo. Comenzó a languidecer, con la piel pegada a sus huesos, intentaba quedarse lo más quieto posible para que sus músculos se atrofiaran de no utilizarlos, para que su corazón dejara de latir. Prefería dejarse morir antes que llevar aquella vida sin vida, sin nadie a su lado, sin cuerpo (porque su cuerpo ya no era suyo), sin conciencia de lo que había sido, sin masculino ni femenino, sin nada.


Pasaron muchas noches y muchos días y cada vez su cuerpo se encogía más, como envejeciendo prematuramente. Aunque quisiera, ya no podía moverse y nadie vendría a salvarle. Sin identidad, sin conciencia, ya no le importaba nada. No le asustaba morir ni vivir, ya no quería volver a ser lo que era porque no lo recordaba. Su cuerpo desnudo se marchitaba como un lirio al sol.


Una mañana, cuando ya llevaba mucho tiempo allí tumbado, abrió con dificultad los ojos y contempló aquella luminosidad y con su último aliento, le dio gracias al cielo por su luz.

Tributo a Buenas Noches Rose y a Jordi Skywalker


Recuerdo, como si fuera ayer, el preciso momento en el que comenzó a sonar en la radio tu voz que me llamaba y arrastraba mi alma. Recuerdo vuestro primer disco y la escucha, casi obsesiva, de cada uno de vuestros temas. Recuerdo la explosión del sonido dentro de mi cuerpo, recuerdo perderme en la música y aislarme del mundo, acompañada por vuestras letras.

Recuerdo la Danza de la Araña, recuerdo que el sentimiento se volvió palabra, y la palabra se volvió verso y el verso se volvió canción y la canción música y la música finalmente volvió a ser sentimiento. Ira, amor, deseo inmenso, tristeza, amargura, pasión, todo lo que se me atragantaba, me lo arrancaste del pecho con tus letras, tan sólo para que fluyera. Y me bailaba la sangre al ritmo de vuestras guitarras.

Recuerdo La Estación Seca y la desilusión (perdóname, Alfa). Y el sentimiento se quedó en tan sólo un recuerdo, y la música se convirtió en canción y la canción en verso y el verso volvió a ser palabra. Y sólo quedaron palabras y recuerdos.

Hoy vuelves, tras años de abandono. Ayer, volví a escuchar tu voz que me llamaba y me arrastraba y me hacía perderme. Y sí, el tiempo ha pasado y no somos los mismos. El corazón se te ha hecho grande porque te ha tocado la vida y la muerte. Pero el sentimiento sigue convirtiéndose en tu música y tu música en sentimiento.  Y sigues arrancándome del pecho lo que se me atraganta, ahora con un poco más de alegría. Y, después de los años que han pasado, me doy cuenta de que el corazón también se me ha hecho grande. Tal vez es porque yo también me enamoré de la Tierra, del cielo y del mar. Y la sangre me sigue bailando, ahora, con la luna, con la Tierra, con las estrellas.

Mil gracias, Jordi.

Atragantada por una ausencia


Ella grita.

Ella grita y yo también y comienzan los golpes y los reproches y los malentendidos y algo se ha quebrado en mi interior. Han vuelto a sangrar aquellas cicatrices que ya creía completamente cerradas. Y otra vez esa sensación y esa ira y esas ganas de estamparlo todo y a todos contra el suelo. Ese miedo a no saber controlarme y finalmente la huída para no hacer algo de lo que más tarde podría arrepentirme. Tanta locura… aunque sólo sea por un momento.

Y luego aparecen las lágrimas y con ellas el dolor y el arrepentimiento y la música que me acompaña en todo momento. Canto las canciones con una ira que no les corresponde y aporreo el teclado impulsivamente, como si quisiera exorcizar mis demonios, simplemente estampándoles en un papel. Siempre ha sido una terapia, tal vez algo más que una terapia, es una forma de mantenerme cuerda ante tanto odio, ante tanta desesperación y ante tanto dolor.

Y ahora más que nunca busco un sentido a mi vida y no lo encuentro, porque en cierta ocasión me dejé a alguien por el camino y ese alguien se quedó mi alma y desde entonces se me atraganta la añoranza en el pecho y apenas puedo respirar.

Una tierra sin dueño


Yo no sabía que existe más gente deambulando por las calles de esta ciudad gris que guarda baúles de colores en casa, atesorando cuentos que dicen que son para niños.

Yo no sabía que existe más gente que disfruta con los dibujos y los versos sobre brujas, dragones y hadas, que se toma el tiempo suficiente  para leerlos, sentirlos y soñar, como cuando éramos críos y las cosas importantes no lo eran tanto.

Yo no sabía que podía dejar de disimular en las librerías cuando me paseo por la sección infantil, fingiendo que busco un regalo para mi sobrina de cuatro años.

Yo no sabía que otros disfrutan también con cualquier libro, acariciando las páginas susurrantes, saboreando su olor, anticipando, impacientes, el placer de la lectura.

Yo no sabía que me estaba permitido dirigir mi mirada al cielo, porque siempre alguien se había empeñado en mantenerme encadenada a la tierra con la mirada fija en las pesadas rocas.

No sabía que, quizás, soy yo misma la que me impide cerrar los ojos  y volver a dejarme llevar por una imaginación sin límites.

Caí sin retorno en este abismo de sentimientos, de esperanzas, de ilusiones, de creatividad desbordada. Caí, y me enamoré de cada una de las palabras que hicieron vibrar estos muros. Absorta en las historias de siempre, reinterpretadas por unas cuantas almas elegidas al azar.

Visitantes confusos de una tierra que no pertenece a nadie, en la que no hay leyes, ni fronteras que nos alejan.

Un extraño me mira


No podía dormir. Llevaba desde que nos habíamos acostado con la mirada fija en el techo. Me sentía nervioso, algo me estaba alterando esa noche, tal vez el sonido de la lluvia o la respiración rítmica de mi mujer o el ladrido del perro de los vecinos.

Me levanté despacio, sin hacer ruido, para no despertarla. Me acerqué a la ventana. Nuestra calle estaba tranquila, no se veía ni un alma. La nieve que había estado cayendo durante dos días ya estaba sucia y ahora se derretía bajo la lluvia. Sólo un pequeño gato escarbando en la basura del otro lado de la calle rompía la quietud de la escena.

Noté que el bulto de la cama se revolvía inquieto. Sólo se veían unas greñas rubias y la sombra pálida de un brazo entre los pliegues de las sábanas. Silencioso, salí del dormitorio.

Entré a oscuras en el estudio y encendí el flexo de la mesa de mi mujer. Ella es dibujante y llevaba meses trabajando en un relato gráfico sobre un súper héroe de los de capa y mallas. Tenía varios bocetos en la mesa de una escena en la que el héroe de la historia se colaba en la guarida del villano malvado.

Casi sin darme cuenta cogí una hoja en blanco y un lápiz y me puse a dibujar. El dibujo artístico nunca se me dio bien, siempre acababa haciendo monigotes sin expresión, pero aquella noche el lápiz se deslizaba sobre el papel sin esfuerzo, como si tuviera vida propia. Mi mano se movía rápidamente esbozando un cuerpo con los músculos en tensión, un rostro con el ceño fruncido y los dientes apretados. Una sala de un castillo tenebroso y un montón de máquinas futuristas. No paré hasta que terminé el dibujo y el resultado me asombró. Yo no sabía dibujar. Mi mujer siempre se reía de mi nulo talento artístico, de mi torpeza. Y, sin embargo, ahí estaba, una escena llena de fuerza y movimiento, creada por mí.

Cogí un cigarrillo rubio de un cajón y lo encendí ansioso. Aparté el dibujo y seguí con la siguiente escena, el encuentro con el villano.

A mitad del boceto paré para buscar un cenicero y, de repente, me di cuenta: yo no fumaba. De hecho, odiaba el tabaco, el humo y su olor y siempre había intentando que mi mujer, que era la que fumaba, dejara el vicio. Pero cuando encendí el cigarrillo me pareció lo más natural del mundo, como si fuese algo habitual en mí.

Todo se estaba poniendo muy raro, no entendía qué me pasaba. Apagué el cigarro y fui al baño a lavarme la cara. Y ahí, con las manos apoyadas en el lavabo, mientras me miraba al espejo, lo vi. O, mejor dicho, no me vi. Es decir, aparentemente yo era el de siempre, mi cara, mi pelo, mi barba, pero mis ojos eran distintos. No me encontré ahí dentro, no me reconocí, no era mi alma lo que intuía a través de mis retinas. Hasta la expresión de mi cara era distinta, burlona o como si me estuviera mofando de algún triunfo del que realmente no era consciente.  Era otra cosa. Era otra persona la que me devolvía la mirada en el reflejo.

Me estaba dejando llevar por la paranoia, así que decidí irme a la cama a intentar dormir. Seguro que a la mañana siguiente todo volvía a la normalidad. Seguro que estaba sugestionado por la noche y el cansancio y el sueño. Seguro que todo eran imaginaciones mías. Sorprendentemente, me dormí enseguida, repitiéndome como un mantra, mañana todo volverá a ser normal, mañana volveré a ser normal.

A la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, me levanté de un salto y fui rápidamente al espejo. Y me encontré. Ahí estaba yo, donde siempre, como siempre. Me reí de mí mismo y de mi exaltada imaginación y me dispuse a afrontar otro día más vendiendo pisos, peleándome con el jefe, con el tráfico, con los clientes. Otro día más. Simple rutina. Pero antes de salir de casa con mi traje y mi agenda, escondí los dibujos en el fondo de un cajón.

A la noche siguiente, de madrugada, me desperté sobresaltado. Me levanté muy nervioso y fui directo a la mesa de mi mujer. Empecé a dibujar y a fumar y a dibujar y a seguir fumando. La historia se repetía. Una vez más fui a mirarme en el espejo, a buscarme y no me encontré. Otra vez, no era yo quién devolvía el reflejo. Estuve un rato mirándome fijamente, o mirándole fijamente, pero me aterrorizaba esa mirada, me aterrorizaba no saber quién estaba dentro de mí. Comenzaba a amanecer, así que escondí los dibujos y me fui a dormir.

Cuando desperté volví al espejo. Había vuelto otra vez, como por arte de magia, como si nunca me hubiese ido. Respiré tranquilo. Más pisos en venta, más discusiones con el jefe, más clientes indecisos.

Esto se repitió durante unas cuantas noches, hasta que una mañana al ir a reencontrarme con mi reflejo en el espejo, no me encontré, no reconocí nada de lo que veía como mío. Pasaron los días y yo no volvía. Me había desterrado de mi propio cuerpo y ya no quedaba mucho de lo que yo había sido. Sólo pensaba en dibujar. Desatendía a mis clientes, llegaba tarde el trabajo, mi mujer no entendía qué me ocurría. Siempre que me miraba al espejo sólo veía una sombra desdibujada de lo que fui.

Perdí todas mis esperanzas, dejé de esperar mi vuelta. Y cuando dejé de esperarme, dejé mi trabajo, dejé a mi mujer, dejé a mis amistades y dejé mi casa. Si estaba condenado a vivir con esa obsesión debía asumirlo y hacer lo que mi nueva naturaleza me dictaba. Me dediqué a dibujar durante meses, le enseñé mi trabajo a varios editores y finalmente comenzaron a publicarme pequeños trabajos. En el baño de mi nueva casa de alquiler no había espejo. De hecho, quité todos los espejos que había en la casa. No quería enfrentarme a mi reflejo, porque cada vez que me miraba, veía el fracaso de no poder controlar mi propia vida. Huía de mí y vivía como un autómata. Pero ya no tenía insomnio.

Una noche, cuando ya creía que nada iba a volver a ser cómo antes, me pasé la noche en vela. No podía dormir. Me levanté y fui al espejo. Esta vez sí había vuelto. Otra vez era yo. Otra vez estaba ahí, como siempre. Descolgué el teléfono muy despacio, marqué el número y esperé hasta oír la voz de mi mujer.

Desencuentros. El desenlace. Él. Puertas cerradas


Photo by Iker Iglesias

Como cada tarde voy al paseo con la esperanza de encontrarme con Ella. Camino despacio buscando entre la gente, buscando ese mechón de pelo rebelde, esa mirada pícara, esa sonrisa cristalina. Como cada día, no la encuentro, y me siento perdido. Deambulo sin mucho ánimo hasta el borde del malecón, donde se para el tiempo mientras miro al horizonte. Acaricio con mi mirada el furioso mar y la playa inmensa y, de repente, la veo.

Está de pie, al borde de la orilla, mirando hacia el malecón muy seria. Parece que mira hacia donde estoy, pero no da muestras de reconocerme. Echo a correr, como en el escenario imaginario de mi imaginación, cuando intento recordarla y llegar a ella, y la distancia y el tiempo me lo impide. Cuando llego al comienzo de la arena, me paro a recuperar el aliento. Grito su nombre. El viento y las olas devoran mi voz y Ella no me oye.

Ahora Ella se ha abrazado a un chico. Se ríen, comienzan a bailar al ritmo de una musiquilla que tocan unos chavales con unos tambores. Ella echa a correr por la playa como una niña, saltando de alegría, perseguida por ese chico que le acompaña.

La miro pensativo durante unos segundos y decido irme. La puerta se ha cerrado. Ella, tal y como ocurre en el laberinto de mi mente, no volverá a ser nada más que una sombra, recortada sobre el ancho mar que nos separa.

Desencuentros. Quinta parte. Ella. Dejarse llevar


Photo by Iker Iglesias

Miro al cielo y el azul plomizo me pesa en la mirada. La brisa marina debería refrescar mis pensamientos, pero siento cómo me falta el aliento. Me siento atrapada entre mí misma y el resto del mundo. No quiero estar aquí. Pero no puedo quedarme encerrada entre cuatro paredes el resto de mi vida. Por eso, cuando Manu me ha llamado hoy para quedar, me he dejado convencer sin mucho entusiasmo. “A las siete en el paseo, me había dicho, te llevaré una sorpresa”.

Le veo acercarse entre la gente, caminando rápidamente, con una sonrisa asomando en los labios. Me da un abrazo asfixiante. Nos dirigimos a la playa, como siempre. Esos dos kilómetros de arena fina se han convertido en territorio seguro, ya que Él odiaba la arena, el agua y el salitre que se le pegaba a la piel. Probablemente se trata del lugar menos probable para encontrarle de todos en esta ciudad que compartimos sin cruzarnos. Nos sentamos en la arena mientras Manu va desgranando con comentarios sarcásticos y miradas irónicas los grandes acontecimientos de su semana. Yo le escucho, como casi siempre desde que le conozco, casi sin hablar, y el resultado es una retahíla de frases sin sentido, de giros temáticos y cotilleos varios, salpicados por mis monosílabos.

Se podría decir que el destino puso en mi camino a Manu. Comenzó siendo mi salvavidas y ha acabado convirtiéndose en mi amigo del alma. Una mañana le conocí en el metro. Yo había roto a llorar desconsoladamente y ese extraño se acercó a mí con un pañuelo de papel en la mano, una sonrisa comprensiva y los brazos abiertos. Brazos que me acogieron hasta que paré de temblar y llorar durante nada menos de 9 paradas, de manera que acabamos sin darnos cuenta en Santa Coloma. Nos fuimos a tomar un café y le conté todo, hablé de mi historia, de Él, de mi vida, de la tristeza pegada a mi piel de la que no conseguía librarme y Manu me escuchó en silencio durante horas. Desde entonces nos habíamos vuelto inseparables.

Ahora en la playa, miro al mar, ensimismada, dejándole hablar, acunada por sus palabras y desvaríos. Manu se levanta de un salto con una expresión de júbilo y me dice “Tengo la solución a todos nuestros males….” . Con una teatral floritura, me presenta la palma de su mano abierta, y ahí, delante de mis ojos, en la punta de su dedo corazón, brilla una diminuta pastillita, redonda, perfecta, de color naranja, con un trébol de cuatro hojas grabado en relieve en su superficie. Se me escapa una risilla tonta y sin pensármelo dos veces saco la punta de mi lengua y con ella recojo ese puntito naranja que me promete un rato de pura felicidad.

La expectación hace que ambos nos quedemos en silencio, de cara al mar, viendo cómo atardece y la luz se va apagando entre naranjas y ocres. Esperamos que comience a suceder, receptivos a todo lo que sentimos. Yo me tumbo en la arena y me distraigo viendo pasar las nubes. Se levanta un viento furioso que juega con los mechones rebeldes de mi pelo y parece que va a haber tormenta. El rugido del mar comienza a susurrarme palabras tranquilizadoras al oído. Cierro los ojos. Mi mano juega con la arena. Comienzo a sentir un calor que me irradia del pecho y se extiende por todo mi cuerpo. Ahora, mis dedos pueden distinguir cada uno de los granos de arena que están tocando, parecen enormes al tacto, como si a cada segundo duplicaran su tamaño.

Comienzo a marearme un poco y  a perder el sentido de la realidad. El cielo se ha oscurecido y el mar se agita salvaje. El viento juguetón acaricia todo mi cuerpo. Manu parece ausente. Cerca de nosotros se han sentado unos chicos que improvisan sobre unos djembes y arrastran los ritmos africanos por la arena. Como si pudiera sentir el corazón de la tierra latiendo. Sus golpes hacen vibrar mi mente. Todo lo que tengo alrededor está vivo, todo en armonía, porque por fin todas las cosas de este mundo tienen su lugar en él, incluida yo. Me levanto y comienzo a caminar por la orilla, dejando que el agua del mar refresque mis pies. Y el agua también está viva y también late al ritmo de los tambores. A lo lejos veo el paseo y cómo las olas rompen rebosantes de ira contra el malecón y es como si pudiera volar y acercarme cada vez más, a pesar de que mi cuerpo permanece en el mismo sitio. Pero mi alma, o mi mente, se acercan hasta donde rompen las olas, casi hasta mojarse con las gotas minúsculas.

El ritmo de los djembes aumenta la intensidad y llega a su máximo justo cuando una enorme ola rompe en las rocas y se expande en miles de gotitas de colores brillantes. Ahora la música está también en el agua y veo en el ancho mar cómo los golpes más graves son de color violeta y se expanden por debajo de la superficie en círculos concéntricos cada vez más grandes. Los sonidos huecos y profundos surgen como bombas de color rojo brillante, como explosiones sangrientas. Los más agudos se convierten en líneas parpadeantes verdes que unen unas olas con otras en una telaraña inmensa. Y por último, los golpes más sordos crean bolas amarillas que se elevan del mar hacia el cielo, como grandes gotas místicas.

Siento cómo el mundo me habla, cómo la empatía por  todo lo que me rodea me invade, cómo una corriente de felicidad recorre todo mi cuerpo. Me dejo llevar por la música y comienzo a bailar, con Manu, con el agua, con el viento, conmigo misma. Mi cabeza se balancea con total abandono y me dejo llevar por la felicidad. Comienzo a reír a carcajadas, a gritar, a saltar por la playa. Quiero gritarle al mundo que soy feliz, que ahora sí estoy conectada a todo, que he encontrado mi espacio.

Desencuentros. Cuarta parte. Él. Se detiene el tiempo


Photo by Iker Iglesias

Dejo que me invada la luz durante horas, esperando que ocurra algo que me haga salir de este sopor. Me siento aquí, sólo, mirando al infinito e intento recordar qué razones me han llevado a estar donde estoy. Intento recordar porqué o cómo o hacia dónde voy.

Me bloqueo cuando rebobino hasta el pasado. Me bloqueo y me quedo girando una y otra vez alrededor de los mismos momentos, de los mismos reproches, de esa rutina velada, disfrazada de amor, de estabilidad, de equilibrio. De esos días sin fin en los que todo se repetía hasta el asco. El mismo café, la misma taza verde descascarillada, los mismos besos apresurados en la nuca, el trabajo, la bici, los amigos, los mismos bares, los mismos horarios, las mismas conversaciones absurdas, el mismo sofá, las mismas noches de televisión y manta de cuadros. Puro tedio. Aburrimiento. Encarcelado en una vida que no recuerdo cuándo elegí. Una vida en la que me empeñaba en mantener el equilibrio, drogada la mente por no sé qué surrealista sustancia que me anestesiaba para no sentir el dolor. Para no sentir nada.

Esos instantes en los que me quedaba sin aire al ver mi propio reflejo en el espejo, atrapado por mi propia mirada que se burlaba de mí desde el otro lado. Esos instantes en los que conseguía ser consciente de mi propia realidad y mi imaginación aventuraba una huída digna a otra vida, a otro lugar, a otro yo.

Ahora, la rutina sigue. El mismo café, el trabajo, los amigos, la bici, los mismos bares. Pero me faltan las noches, me falta la manta de cuadros y el peso de sus piernas sobre mi regazo. Me faltan los besos en la nuca, las conversaciones absurdas, los reproches tópicos y típicos. Me falta su recuerdo. Porque no consigo dibujar sus rasgos en mi mente. Paso las tardes viendo fotografías, encarcelado en su imagen, pero, en cuanto cierro los ojos, sólo me viene a la cabeza el olor dulce de su piel, la sombra lunar de sus gestos y el eco de sus carcajadas.

Desencuentros. Tercera parte. Ella. Caminando en círculos


Photo by Iker Iglesias

Vuelvo a mirar la dirección en la tarjeta mientras acelero el paso. Llego muy tarde así que hago sonar mis tacones por la calle desierta a ritmo de tango. A estas horas no hay nadie por esas callejuelas y para no dar la impresión de miedosa y poquita cosa, camino con rotunda seguridad como si la calle fuera mía y pudiera hacer frente a todo. La mirada al frente, la espalda recta, adelantando la pelvis con aire arrogante. Es sólo una pose, sólo estoy actuando, porque tengo la esperanza de que mi actitud consiga influir en mi estado de ánimo. Aunque sólo consigo engañar los demás, mi subconsciente es menos inocente.

Tuerzo una esquina y me quedo paralizada en mitad de la calle. Una bicicleta. SU BICICLETA. Reacciono instintivamente y vuelvo sobre mis pasos en apenas un suspiro. Me escondo en un portal y asomo la cabeza despacito. Sí, no hay duda, es su bicicleta. Vieja, gris, con la cesta de mimbre, el freno izquierdo roto, el cepo de rallas verdes y rojas, el sillín negro medio roto con la espuma sucia por el uso y la lluvia, los manillares amarillos. Pero… ¿qué hace su bicicleta ahí? Si Él nunca viene a esta zona de la ciudad y en este barrio no vive nadie de su familia ni de sus amistades. Observo la calle y compruebo que ahí no hay nada, ni tiendas, ni bares. Sólo hay un local que conserva el viejo cartel de una tienda de antigüedades, pero lleva vacío con el anuncio de “Se alquila” desde hace meses.

Vuelvo a asomarme, ahora un poco más valiente, puesto que no se nota movimiento en toda la calle. Podría intentar pasar, rezando para no ser vista. Podría, pero mi cuerpo no me obedece y permanece anclado en el suelo como si hubiera echado raíces. Desde hace tres meses, desde que se fue de casa, desde que le envié sus cosas por mensajero a su hermana, no contesto a sus llamadas, borro sus e-mails antes de leerlos y no he vuelto a pisar ningún lugar en el que crea poder encontrármelo. He evitado a nuestros amigos comunes, los sitios a los que íbamos, las tiendas en las que comprábamos, las exposiciones que pudieran interesarle y los conciertos de nuestros grupos favoritos. He evitado hasta ir al cine a ver películas que sé que podrían gustarle. Es como si tuviera en mi cabeza grabado a fuego un mapa de esta maldita ciudad y al traspasar ciertas fronteras imaginarias un montón de sirenas empiezan a sonar dentro de mí.

No puedo verle, todavía no, no me siento capaz de enfrentarme al Él. Todavía no he logrado librarme de su imagen, lo veo por todas partes, reconozco sus gestos en extraños, a veces escucho reír a alguien y me vuelvo sorprendida buscando al dueño de esa risa irónica que tanto me recuerda a Él. Veo una taza y recuerdo su taza verde descascarillada y me viene a la nariz el olor del té con canela que se preparaba cuando leía. Cojo un libro de la biblioteca y cuando voy por la mitad me encuentro una esquinita doblada y recuerdo su manía de doblar las páginas de los libros para marcar por donde iba. Voy en el metro escuchando mi MP3 y se me cuela una de sus canciones folk, a pesar de que creí haberlas borrado todas. Llego a casa por las noches y tengo la sensación de que la huella de su cuerpo sigue en nuestro viejo sofá y estiro obsesivamente la desgastada tela, ahueco los cojines sin descanso. Porque en sueños sigo buscándole por la cama y cuando me despierto, al no encontrarle, me retiro a mi lado, encogida, abrazándome las rodillas y las lágrimas empapan la almohada.  Sé que no puedo verle. Porque me echaría a llorar otra vez, como aquella noche, suplicando una explicación, suplicando amor o cariño, porque me perdería en sus ojos profundos y sería incapaz de negarle nada. Porque me siento perdida desde que se fue, porque no puedo reconocer que no sé vivir sin Él.


Me doy la vuelta y me alejo rápidamente de esa bicicleta que me ha invadido con su gris plomizo. Ya no soy capaz de fingir y ahora camino encogida, con los hombros tristes, las manos en los bolsillos, los ojos llenos de lágrimas, la mirada clavada en el suelo. Se han roto los hilos imaginarios que me mantenían en alto como una marioneta. Ahora sólo me queda un cuerpo vencido.

Desencuentros. Segunda parte. Él. Tu recuerdo en mil pedazos


Photo by Iker Iglesias

Voy a su encuentro y se rompe el mar en mil pedazos. Sigo su sombra, sus curvas, sus gestos, pero en estos blancos y negros me falta su sonrisa luminosa (sí, su sonrisa luminosa, tenía otra melancólica, otra triste y resignada, otra dulce, otra soñadora llena de esperanza, pero la que de verdad añoro es la que iluminaba mis días y mis noches, cuando todavía sabía encontrarla a través del tiempo y del espacio). Cada vez que intento recordarla, la imagino como la última vez que la vi, en aquella playa. Dibujo su silueta a lo lejos, entre la gama de grises. El mar está en calma y Ella camina a lo largo de la orilla, despacio, como sin querer llegar a ninguna parte. Recuerdo los nervios en la boca del estómago, la emoción, el temblor en mis rodillas, mis manos inquietas, la risa tonta que se me escapaba a borbotones. Aquella vez, corrí hacia Ella y nos fundimos en un abrazo, el sabor de la sal en sus labios, su piel olía a mar y a libertad. Ahora, cuando la recuerdo, no soy nadie y como nadie corro hacia Ella pero mi yo invisible no la alcanza, veo mis huellas en la arena pero siempre se me escapa en el último momento. Nunca llego a sus brazos, a sus labios, a su piel, no llego a Ella. Por eso no consigo evocar sus rasgos, su rostro queda invadido de  negros y Ella no logra dejar de ser una sombra, ya no hay sonrisa, ni luminosa ni de las otras. Es en ese momento cuando me estalla el mar como un espejo roto y la imagen se desvanece dejando un hueco en el laberinto de mi mente que ella jamás volverá a habitar.

Desencuentros



Introducción:

Os presento una serie de microrelatos inspirados en seis fotografías de Iker Iglesias (por cierto, gracias Iker, otra vez, por prestármelas). Los seis textos esbozan al final una misma historia, que titulé Desencuentros y que, como ya habréis notado, bautizaron también el blog. Espero que los disfrutéis.

Primera parte. Ella. No es un día cualquiera

 Photo by Iker Iglesias

El estridente sonido del despertador golpea en mi cerebro como un martillo. Tras un momento de sobresalto, vuelvo a buscar postura entre las sábanas, perezosa. Tanteo con la mano a mi izquierda, buscando ese bulto familiar a mi lado. Y recuerdo. Él se marchó. Ya llevo tres meses durmiendo sola. Llevo tres meses buscando la huella de su cuerpo en mi cama cada mañana al despertar.

Me encojo automáticamente, me convierto en una pelota envuelta en sábanas. No quiero volver a levantarme de la cama. No quiero enfrentarme a ese mundo de ahí fuera que ignora que cada noche me duermo de puro cansancio cuando los sollozos amenazan con partirme el pecho. Sólo quiero quedarme debajo de las sábanas blancas y hacerme más y más pequeñita, hasta ser tan sólo un pequeño puntito negro entre tanta pureza. Desaparecer en una inmensidad blanca.

Pero tengo una vida, unas obligaciones, un trabajo. Algo que me mantiene ocupada y que me ayuda a no pensar, por lo menos durante unas horas. Así que me ducho y me visto como un autómata, mis movimientos son rápidos y ágiles pero mi mirada carece de vida. Sólo son gestos inconscientes, aprendidos de tanto repetirlos.

Salgo a la calle y llueve. Parece que el tiempo acompaña mi estado de ánimo y el cielo se presenta con el color de mi alma. Llego a la parada de metro y camino como un zombie por las escaleras mecánicas, los pasillos interminables, bajo la parpadeante luz de los fluorescentes. Observo a los demás, miro alrededor mío y tengo ganas de gritar porque no entiendo cómo el mundo puede seguir en funcionamiento como si no ocurriese nada. No entiendo cómo la tierra sigue girando ajena a mi voluntad. Me abro camino entre la gente y me siento diferente a ellos. Ellos tienen un propósito, una alegría evidente y no caminan por los pasillos del metro vacíos, tristes y solos.

Cubalibre


Ya casi ni recuerdo cómo comenzó todo. Creo que fue una de esas tardes tranquilas, en las que sólo estaban en el bar los clientes de siempre. Una de esas tardes en las que el camarero mata el rato leyendo el periódico y haciendo crucigramas.

Yo estaba en el frigorífico, con el resto de mis compañeras, escuchando las voces de la gente y el murmullo del lavaplatos, esperando salir a escena. Desde ahí dentro lo oí y supe que había llegado mi momento: “Ricardoooo, una coca-cola cuando puedas!!!”.

Me preparé, me puse bien tiesa, sacando pecho, casi sin respirar, esperando a que Ricardo abriera el frigorífico y me eligiera. Creo que en ese instante, mi corta vida pasó delante de mis ojos, desde el mismo momento en que nací, en aquella vieja fábrica hasta que tras unos cuantos controles de calidad y unos cuantos magreos, me metiesen en una caja de plástico, y la caja en un camión y el camión a toda velocidad por la autovía y llegase al almacén del bar donde viviría durante dos semanas, antes de pasar a engrosar las filas de las elegidas en el frigorífico.

Se abrió la puerta, vi una luz cegadora y noté como Ricardo tanteaba con los dedos hasta agarrarme por el cuello, lanzándome al vacío y aterrizando otra vez en la palma de su mano, con sus dedos apretados alrededor de mi cintura. Ahí estaba yo, la decimotercera unidad del lote 30.07.09.05.54, reluciente, fresquita con la etiqueta bien pegada a mi barriga con sus letras resplandecientes sobre el rojo brillante. Justo en ese instante, mi destino se truncó. Sonó el teléfono y Ricardo se fue trotando a cogerlo conmigo en su mano. Las cosas empezaron a torcerse, Ricardo empezó a gesticular y yo notaba como el estómago se me venía a la garganta como si fuese a explotar, me zarandeó, me agitó y finalmente me utilizó para señalar a algo imaginario que sólo él veía en su mente. Cuando finalmente colgó el teléfono, yo me encontraba mareada y exhausta, me miró sin mucho interés, me dejó en un estante y cogió del frigorífico otra botella. Nada más y nada menos que a la decimocuarta de mi mismo lote, la cual siempre había sido una mala pécora y una envidiosa. Ahí estaba con mis dientes rechinando de impotencia mientras aquel mal bicho se llevaba MI MOMENTO y me miraba de refilón con soberbia.

Así que ahí me quedé, en ese estante, esperando que llegase otra oportunidad.  Los primeros días, cuando el bar cerraba, ni siquiera hablaba con los que tenía alrededor. Me decía a mí misma que no debía hacer amistades, porque esos entre los que me encontraba no eran de mi clase. Sólo eran unos sucios borrachos, llenos de alcohol, dedicados a una vida licenciosa y sin sentido. Ahí estaba la ginebra, el vodka, el tequila, el ron… No podía tener nada en común con ellos. Así que me empeñé en mantenerme silenciosa y pasar desapercibida. Rogaba a Dios (al dios de las coca-colas, ese viejillo bonachón de barba blanca y vestido de rojo) que Ricardo se acordase de mí y volviese a meterme en el frigorífico con mis amigas y hermanas, pero los días pasaban y no parecía que nadie se percatase de mi insignificante presencia.

Tras unas semanas descubrí que desde ese puesto privilegiado en primera fila, mi vida era muchísimo más divertida. Podía verlo todo: a los currelas que iba a tomar el café a las mañanas, a las cuadrillas con sus vinos, a las marujas con el mentapoleo y la partida de brisca y las noches,…las noches eran increíbles. El bar se transformaba y había un millón de luces de colores, la música sonaba a todo volumen y la gente reía, bailaba, hacía bromas. Algunos se emborrachaban hasta que casi no podían mantener el equilibrio, otros buscaban en la multitud alguien con quien hablar, otros desaparecían enlazados hacia los baños, otros cruzaban expresivas miradas desde un extremo a otro del bar, otros se sentaban en la barra, solos, con la mirada fija en su vaso. Y yo desde mi estante lo observaba todo y lo aprendía todo. Era feliz, aunque me pesaba el hecho de permanecer ahí indefinidamente, de no tener ya metas, de que nadie me eligiese. Pero, al fin y al cabo, quién iba a querer a una pequeña botella de Coca-Cola caliente abandonada a su suerte fuera del frigorífico.

Con el tiempo empecé a encontrar gracioso el acento del El Cuervo, sin querer se me escapaba la risa cuando decía aquello de “me lleva la chingaaaada” y la verdad es que comenzaron a caerme bien esos con los que aparentemente no tenía nada en común. Sólo Absolut me seguía pareciendo borde y seco. Pero con las bromas de El Cuervo disfrutaba y me encantaba hablar con Larios, puesto que nos dedicábamos a cotillear y a ponerles verdes a todos, su lengua afilada no tenía rival. Havana al principio apenas hablaba, pero cuando lo hacía, su voz sonaba suave y a la vez un poco ronca y con ese acento cubano, me decía tales piropos que notaba cómo toda entera me ponía del color rojo brillante de mi etiqueta.

Poco a poco me di cuenta de que Havana había comenzado a gustarme. Me miraba con aquellos ojos brillantes por el alcohol, con su color dorado y me hablaba de su tierra, de aquella Cuba que abandonó perseguido por no cooperar con el sistema, me hablaba de los helados de mantecado y de los ritmos improvisados en cualquier esquina. A las noches hablábamos en voz baja durante horas, muy juntitos, casi tocándonos. Veíamos como la luz invadía lentamente el local al amanecer y hacía brillar la oscura madera. Yo pasaba las horas mirándole y soñando, me preguntaba si él y yo podríamos alguna vez enredarnos como aquellos que desaparecían de camino al baño en los rincones oscuros. Me preguntaba si el mundo nos dejaría vivir juntos para siempre.

Pero la realidad se imponía por si sola. Estaba claro cómo los humanos se enamoraban, se besaban, se casaban, tenían familia. Pero nuestra condición nos limitaba: no teníamos labios para besarnos, no teníamos brazos para acariciarnos, no podía imaginarme cómo podríamos llegar a una intimidad similar. Yo observaba fascinada a las parejas que iban al bar, como ellos les rodeaban la cintura con los brazos, acariciándolas tímidamente la cintura por debajo de la camiseta, como cerraban los ojos y acercaban sus labios, como entrelazaban sus leguas ávidas. Vi miles de besos, cada uno diferente, unos húmedos, otros tiernos, unos leves como alas de mariposa, otros profundos, vi mordiscos, lametones, intentos torpes de adolescentes, besos de película en los que la muchacha de turno se quedaba sin respiración y le temblaban las rodillas. Y desde mi puesto en el estante, con la etiqueta un poco amarillenta ya, llena de polvo, vieja y decrépita, deseaba… Quería sentir lo mismo que ellos, a pesar de que sabía que era imposible. Me imaginaba como una chica vestida de rojo de cuerpo escultural, y con Havana con su piel dorada, mirándome enamorado. Havana me acariciaría el pelo negro, me clavaría esos ojos ardientes, declararía su amor eterno y me propondría escaparnos juntos a Cuba, a su patria perdida. Sólo eran sueños tontos de una botella de la que nadie se acordaba, pero me gustaban esos sueños y me hacían feliz.

Una noche, cuando el bar estaba lleno de gente divirtiéndose, Ricardo me vio, sorprendido, me cogió bruscamente y me metió al frigorífico otra vez. Yo grité y grité para que me sacasen de allí, mientras el resto de botellas de Coca-Cola intentaban calmarme y las de Kas murmuraban por lo bajo, indignadas. Yo intentaba hacerles entender entre lágrimas que fuera las cosas eran mejor, que no volvería a ver a mis amigos, que antes era feliz y que ahora todo lo que yo conocía me había sido arrebatado. Yo susurraba entre sollozos el nombre de Havana y allí, en la oscuridad, nadie entendía qué manía tenía yo con salir ahí fuera, cuando el sitio correcto para una botella de Coca-Cola era el frigorífico, por lo menos mientras a alguien no le apeteciera beberla.

La oscuridad no duró mucho, porque la puerta del frigorífico volvió a abrirse enseguida y nos quedamos todas quietecitas mientras veíamos las luces de colores de fuera. Mis peores temores fueron confirmados cuando sentí los dedos de Ricardo como aquella primera vez. Y como aquella vez me agarró, me sacó de la cámara y me dejó en la barra. Yo busqué a Havana con la mirada y me sorprendió verle tranquilo, con su pose de siempre y una sonrisa feliz. Ricardo volvió con el abrebotellas y de un tirón me arrancó la chapa. Yo no pude evitar soltar unas pequeñas burbujitas de placer, ya que la sensación de libertad y desahogo me gustó. Pese a mi resistencia a abandonar la botella, consiguió verterme en un vaso de tubo y a partir de ahí todo cambió.

Primero sentí el frío del hielo, que me dio tiritera, ya que yo llevaba varias semanas a temperatura ambiente y ya no estaba acostumbrada. Tras la primera sensación de frío, me di cuenta de que había algo más en el vaso y casi me pongo a llorar otra vez al reconocer a Havana, flotando entre los hielos, mezclándose conmigo, acogiéndome con el calor de su alcohol y su aroma, con su voz tranquilizadora. Y pensé, esto es lo más cerca que estaré de él, pero por fin somos uno, aunque no sepa nunca cómo es que te besen.

Entonces, ocurrió. Por fin. Después de tanto tiempo esperando. Los que nos había pedido eran una pareja jovencita, los cuales después de beber cada uno un trago de nosotros, se besaron. Y lo sentí. Todo. Como si yo fuera la chica de mis sueños, de cuerpo escultural y Havana fuera el chico que me tomaba en sus brazos. Sentí primero el aliento de ambos, Havana y yo estábamos en sus bocas. Como si fuéramos ellos, noté la textura suave de la piel de sus labios, noté como ella abría un poquito la boca y como él acariciaba suavemente con la punta de su legua su interior. Me convertí en ella y Havana en él y notamos nuestros propios sabores, nos olisqueamos, nos perdimos en una espiral de pasión, sentía que la cabeza me daba vueltas y yo me abandonaba cada vez más a aquella espirituosa orgía y caía embriagada de él, sus lenguas se entrelazaban y con ellas nosotros o lo que quedaba de nosotros, hasta lo más profundo, hasta casi no poder soportarlo más. Disfruté del momento como jamás había disfrutado con nada, sentí la felicidad en todo mi ser, como nunca la había sentido, bailé a su alrededor, me agité con él, éramos uno. La unión perfecta. Cubalibre.