Photo by Iker Iglesias
Dejo que me invada la luz durante horas, esperando que ocurra algo que me haga salir de este sopor. Me siento aquí, sólo, mirando al infinito e intento recordar qué razones me han llevado a estar donde estoy. Intento recordar porqué o cómo o hacia dónde voy.
Me bloqueo cuando rebobino hasta el pasado. Me bloqueo y me quedo girando una y otra vez alrededor de los mismos momentos, de los mismos reproches, de esa rutina velada, disfrazada de amor, de estabilidad, de equilibrio. De esos días sin fin en los que todo se repetía hasta el asco. El mismo café, la misma taza verde descascarillada, los mismos besos apresurados en la nuca, el trabajo, la bici, los amigos, los mismos bares, los mismos horarios, las mismas conversaciones absurdas, el mismo sofá, las mismas noches de televisión y manta de cuadros. Puro tedio. Aburrimiento. Encarcelado en una vida que no recuerdo cuándo elegí. Una vida en la que me empeñaba en mantener el equilibrio, drogada la mente por no sé qué surrealista sustancia que me anestesiaba para no sentir el dolor. Para no sentir nada.
Esos instantes en los que me quedaba sin aire al ver mi propio reflejo en el espejo, atrapado por mi propia mirada que se burlaba de mí desde el otro lado. Esos instantes en los que conseguía ser consciente de mi propia realidad y mi imaginación aventuraba una huída digna a otra vida, a otro lugar, a otro yo.
Ahora, la rutina sigue. El mismo café, el trabajo, los amigos, la bici, los mismos bares. Pero me faltan las noches, me falta la manta de cuadros y el peso de sus piernas sobre mi regazo. Me faltan los besos en la nuca, las conversaciones absurdas, los reproches tópicos y típicos. Me falta su recuerdo. Porque no consigo dibujar sus rasgos en mi mente. Paso las tardes viendo fotografías, encarcelado en su imagen, pero, en cuanto cierro los ojos, sólo me viene a la cabeza el olor dulce de su piel, la sombra lunar de sus gestos y el eco de sus carcajadas.
Me bloqueo cuando rebobino hasta el pasado. Me bloqueo y me quedo girando una y otra vez alrededor de los mismos momentos, de los mismos reproches, de esa rutina velada, disfrazada de amor, de estabilidad, de equilibrio. De esos días sin fin en los que todo se repetía hasta el asco. El mismo café, la misma taza verde descascarillada, los mismos besos apresurados en la nuca, el trabajo, la bici, los amigos, los mismos bares, los mismos horarios, las mismas conversaciones absurdas, el mismo sofá, las mismas noches de televisión y manta de cuadros. Puro tedio. Aburrimiento. Encarcelado en una vida que no recuerdo cuándo elegí. Una vida en la que me empeñaba en mantener el equilibrio, drogada la mente por no sé qué surrealista sustancia que me anestesiaba para no sentir el dolor. Para no sentir nada.
Esos instantes en los que me quedaba sin aire al ver mi propio reflejo en el espejo, atrapado por mi propia mirada que se burlaba de mí desde el otro lado. Esos instantes en los que conseguía ser consciente de mi propia realidad y mi imaginación aventuraba una huída digna a otra vida, a otro lugar, a otro yo.
Ahora, la rutina sigue. El mismo café, el trabajo, los amigos, la bici, los mismos bares. Pero me faltan las noches, me falta la manta de cuadros y el peso de sus piernas sobre mi regazo. Me faltan los besos en la nuca, las conversaciones absurdas, los reproches tópicos y típicos. Me falta su recuerdo. Porque no consigo dibujar sus rasgos en mi mente. Paso las tardes viendo fotografías, encarcelado en su imagen, pero, en cuanto cierro los ojos, sólo me viene a la cabeza el olor dulce de su piel, la sombra lunar de sus gestos y el eco de sus carcajadas.
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