Suele decirse que lo que no tiene nombre no existe. Y la verdad es que puede ser cierto, ya que lo que no se puede nombrar no respira, no ve, no sueña, no ama. Sólo se desliza en las sombras.
Así que puede que yo no existiera antes de que la sirena me invocara, antes de que me nombrara por primera vez. Puede ser que, hasta entonces, yo tan sólo dormitara en lo oscuro, en la frontera de dos mundos.
Aguardé, allí donde no llegan ni la luz, ni el aire. Esperé a que me llamara, a que me nombrara, esperé a que la sirena gritara mi nombre. Y, entonces, sentí el tirón de la tierra y un río de vida, de sangre, de vida, me arrastró a la luz, al aire y a una piel que ansiaba mi piel.
Y comencé a respirar. Y a ver. Y a soñar.
Comencé a existir.
Comencé a amar.
Para Rubén, que comenzó a respirar, a ver, a soñar, a existir y a amar el 1 de octubre de 2010, a las diez y media de la noche