Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

Desencuentros. Tercera parte. Ella. Caminando en círculos


Photo by Iker Iglesias

Vuelvo a mirar la dirección en la tarjeta mientras acelero el paso. Llego muy tarde así que hago sonar mis tacones por la calle desierta a ritmo de tango. A estas horas no hay nadie por esas callejuelas y para no dar la impresión de miedosa y poquita cosa, camino con rotunda seguridad como si la calle fuera mía y pudiera hacer frente a todo. La mirada al frente, la espalda recta, adelantando la pelvis con aire arrogante. Es sólo una pose, sólo estoy actuando, porque tengo la esperanza de que mi actitud consiga influir en mi estado de ánimo. Aunque sólo consigo engañar los demás, mi subconsciente es menos inocente.

Tuerzo una esquina y me quedo paralizada en mitad de la calle. Una bicicleta. SU BICICLETA. Reacciono instintivamente y vuelvo sobre mis pasos en apenas un suspiro. Me escondo en un portal y asomo la cabeza despacito. Sí, no hay duda, es su bicicleta. Vieja, gris, con la cesta de mimbre, el freno izquierdo roto, el cepo de rallas verdes y rojas, el sillín negro medio roto con la espuma sucia por el uso y la lluvia, los manillares amarillos. Pero… ¿qué hace su bicicleta ahí? Si Él nunca viene a esta zona de la ciudad y en este barrio no vive nadie de su familia ni de sus amistades. Observo la calle y compruebo que ahí no hay nada, ni tiendas, ni bares. Sólo hay un local que conserva el viejo cartel de una tienda de antigüedades, pero lleva vacío con el anuncio de “Se alquila” desde hace meses.

Vuelvo a asomarme, ahora un poco más valiente, puesto que no se nota movimiento en toda la calle. Podría intentar pasar, rezando para no ser vista. Podría, pero mi cuerpo no me obedece y permanece anclado en el suelo como si hubiera echado raíces. Desde hace tres meses, desde que se fue de casa, desde que le envié sus cosas por mensajero a su hermana, no contesto a sus llamadas, borro sus e-mails antes de leerlos y no he vuelto a pisar ningún lugar en el que crea poder encontrármelo. He evitado a nuestros amigos comunes, los sitios a los que íbamos, las tiendas en las que comprábamos, las exposiciones que pudieran interesarle y los conciertos de nuestros grupos favoritos. He evitado hasta ir al cine a ver películas que sé que podrían gustarle. Es como si tuviera en mi cabeza grabado a fuego un mapa de esta maldita ciudad y al traspasar ciertas fronteras imaginarias un montón de sirenas empiezan a sonar dentro de mí.

No puedo verle, todavía no, no me siento capaz de enfrentarme al Él. Todavía no he logrado librarme de su imagen, lo veo por todas partes, reconozco sus gestos en extraños, a veces escucho reír a alguien y me vuelvo sorprendida buscando al dueño de esa risa irónica que tanto me recuerda a Él. Veo una taza y recuerdo su taza verde descascarillada y me viene a la nariz el olor del té con canela que se preparaba cuando leía. Cojo un libro de la biblioteca y cuando voy por la mitad me encuentro una esquinita doblada y recuerdo su manía de doblar las páginas de los libros para marcar por donde iba. Voy en el metro escuchando mi MP3 y se me cuela una de sus canciones folk, a pesar de que creí haberlas borrado todas. Llego a casa por las noches y tengo la sensación de que la huella de su cuerpo sigue en nuestro viejo sofá y estiro obsesivamente la desgastada tela, ahueco los cojines sin descanso. Porque en sueños sigo buscándole por la cama y cuando me despierto, al no encontrarle, me retiro a mi lado, encogida, abrazándome las rodillas y las lágrimas empapan la almohada.  Sé que no puedo verle. Porque me echaría a llorar otra vez, como aquella noche, suplicando una explicación, suplicando amor o cariño, porque me perdería en sus ojos profundos y sería incapaz de negarle nada. Porque me siento perdida desde que se fue, porque no puedo reconocer que no sé vivir sin Él.


Me doy la vuelta y me alejo rápidamente de esa bicicleta que me ha invadido con su gris plomizo. Ya no soy capaz de fingir y ahora camino encogida, con los hombros tristes, las manos en los bolsillos, los ojos llenos de lágrimas, la mirada clavada en el suelo. Se han roto los hilos imaginarios que me mantenían en alto como una marioneta. Ahora sólo me queda un cuerpo vencido.