Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

Una tierra sin dueño


Yo no sabía que existe más gente deambulando por las calles de esta ciudad gris que guarda baúles de colores en casa, atesorando cuentos que dicen que son para niños.

Yo no sabía que existe más gente que disfruta con los dibujos y los versos sobre brujas, dragones y hadas, que se toma el tiempo suficiente  para leerlos, sentirlos y soñar, como cuando éramos críos y las cosas importantes no lo eran tanto.

Yo no sabía que podía dejar de disimular en las librerías cuando me paseo por la sección infantil, fingiendo que busco un regalo para mi sobrina de cuatro años.

Yo no sabía que otros disfrutan también con cualquier libro, acariciando las páginas susurrantes, saboreando su olor, anticipando, impacientes, el placer de la lectura.

Yo no sabía que me estaba permitido dirigir mi mirada al cielo, porque siempre alguien se había empeñado en mantenerme encadenada a la tierra con la mirada fija en las pesadas rocas.

No sabía que, quizás, soy yo misma la que me impide cerrar los ojos  y volver a dejarme llevar por una imaginación sin límites.

Caí sin retorno en este abismo de sentimientos, de esperanzas, de ilusiones, de creatividad desbordada. Caí, y me enamoré de cada una de las palabras que hicieron vibrar estos muros. Absorta en las historias de siempre, reinterpretadas por unas cuantas almas elegidas al azar.

Visitantes confusos de una tierra que no pertenece a nadie, en la que no hay leyes, ni fronteras que nos alejan.

Un extraño me mira


No podía dormir. Llevaba desde que nos habíamos acostado con la mirada fija en el techo. Me sentía nervioso, algo me estaba alterando esa noche, tal vez el sonido de la lluvia o la respiración rítmica de mi mujer o el ladrido del perro de los vecinos.

Me levanté despacio, sin hacer ruido, para no despertarla. Me acerqué a la ventana. Nuestra calle estaba tranquila, no se veía ni un alma. La nieve que había estado cayendo durante dos días ya estaba sucia y ahora se derretía bajo la lluvia. Sólo un pequeño gato escarbando en la basura del otro lado de la calle rompía la quietud de la escena.

Noté que el bulto de la cama se revolvía inquieto. Sólo se veían unas greñas rubias y la sombra pálida de un brazo entre los pliegues de las sábanas. Silencioso, salí del dormitorio.

Entré a oscuras en el estudio y encendí el flexo de la mesa de mi mujer. Ella es dibujante y llevaba meses trabajando en un relato gráfico sobre un súper héroe de los de capa y mallas. Tenía varios bocetos en la mesa de una escena en la que el héroe de la historia se colaba en la guarida del villano malvado.

Casi sin darme cuenta cogí una hoja en blanco y un lápiz y me puse a dibujar. El dibujo artístico nunca se me dio bien, siempre acababa haciendo monigotes sin expresión, pero aquella noche el lápiz se deslizaba sobre el papel sin esfuerzo, como si tuviera vida propia. Mi mano se movía rápidamente esbozando un cuerpo con los músculos en tensión, un rostro con el ceño fruncido y los dientes apretados. Una sala de un castillo tenebroso y un montón de máquinas futuristas. No paré hasta que terminé el dibujo y el resultado me asombró. Yo no sabía dibujar. Mi mujer siempre se reía de mi nulo talento artístico, de mi torpeza. Y, sin embargo, ahí estaba, una escena llena de fuerza y movimiento, creada por mí.

Cogí un cigarrillo rubio de un cajón y lo encendí ansioso. Aparté el dibujo y seguí con la siguiente escena, el encuentro con el villano.

A mitad del boceto paré para buscar un cenicero y, de repente, me di cuenta: yo no fumaba. De hecho, odiaba el tabaco, el humo y su olor y siempre había intentando que mi mujer, que era la que fumaba, dejara el vicio. Pero cuando encendí el cigarrillo me pareció lo más natural del mundo, como si fuese algo habitual en mí.

Todo se estaba poniendo muy raro, no entendía qué me pasaba. Apagué el cigarro y fui al baño a lavarme la cara. Y ahí, con las manos apoyadas en el lavabo, mientras me miraba al espejo, lo vi. O, mejor dicho, no me vi. Es decir, aparentemente yo era el de siempre, mi cara, mi pelo, mi barba, pero mis ojos eran distintos. No me encontré ahí dentro, no me reconocí, no era mi alma lo que intuía a través de mis retinas. Hasta la expresión de mi cara era distinta, burlona o como si me estuviera mofando de algún triunfo del que realmente no era consciente.  Era otra cosa. Era otra persona la que me devolvía la mirada en el reflejo.

Me estaba dejando llevar por la paranoia, así que decidí irme a la cama a intentar dormir. Seguro que a la mañana siguiente todo volvía a la normalidad. Seguro que estaba sugestionado por la noche y el cansancio y el sueño. Seguro que todo eran imaginaciones mías. Sorprendentemente, me dormí enseguida, repitiéndome como un mantra, mañana todo volverá a ser normal, mañana volveré a ser normal.

A la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, me levanté de un salto y fui rápidamente al espejo. Y me encontré. Ahí estaba yo, donde siempre, como siempre. Me reí de mí mismo y de mi exaltada imaginación y me dispuse a afrontar otro día más vendiendo pisos, peleándome con el jefe, con el tráfico, con los clientes. Otro día más. Simple rutina. Pero antes de salir de casa con mi traje y mi agenda, escondí los dibujos en el fondo de un cajón.

A la noche siguiente, de madrugada, me desperté sobresaltado. Me levanté muy nervioso y fui directo a la mesa de mi mujer. Empecé a dibujar y a fumar y a dibujar y a seguir fumando. La historia se repetía. Una vez más fui a mirarme en el espejo, a buscarme y no me encontré. Otra vez, no era yo quién devolvía el reflejo. Estuve un rato mirándome fijamente, o mirándole fijamente, pero me aterrorizaba esa mirada, me aterrorizaba no saber quién estaba dentro de mí. Comenzaba a amanecer, así que escondí los dibujos y me fui a dormir.

Cuando desperté volví al espejo. Había vuelto otra vez, como por arte de magia, como si nunca me hubiese ido. Respiré tranquilo. Más pisos en venta, más discusiones con el jefe, más clientes indecisos.

Esto se repitió durante unas cuantas noches, hasta que una mañana al ir a reencontrarme con mi reflejo en el espejo, no me encontré, no reconocí nada de lo que veía como mío. Pasaron los días y yo no volvía. Me había desterrado de mi propio cuerpo y ya no quedaba mucho de lo que yo había sido. Sólo pensaba en dibujar. Desatendía a mis clientes, llegaba tarde el trabajo, mi mujer no entendía qué me ocurría. Siempre que me miraba al espejo sólo veía una sombra desdibujada de lo que fui.

Perdí todas mis esperanzas, dejé de esperar mi vuelta. Y cuando dejé de esperarme, dejé mi trabajo, dejé a mi mujer, dejé a mis amistades y dejé mi casa. Si estaba condenado a vivir con esa obsesión debía asumirlo y hacer lo que mi nueva naturaleza me dictaba. Me dediqué a dibujar durante meses, le enseñé mi trabajo a varios editores y finalmente comenzaron a publicarme pequeños trabajos. En el baño de mi nueva casa de alquiler no había espejo. De hecho, quité todos los espejos que había en la casa. No quería enfrentarme a mi reflejo, porque cada vez que me miraba, veía el fracaso de no poder controlar mi propia vida. Huía de mí y vivía como un autómata. Pero ya no tenía insomnio.

Una noche, cuando ya creía que nada iba a volver a ser cómo antes, me pasé la noche en vela. No podía dormir. Me levanté y fui al espejo. Esta vez sí había vuelto. Otra vez era yo. Otra vez estaba ahí, como siempre. Descolgué el teléfono muy despacio, marqué el número y esperé hasta oír la voz de mi mujer.

Desencuentros. El desenlace. Él. Puertas cerradas


Photo by Iker Iglesias

Como cada tarde voy al paseo con la esperanza de encontrarme con Ella. Camino despacio buscando entre la gente, buscando ese mechón de pelo rebelde, esa mirada pícara, esa sonrisa cristalina. Como cada día, no la encuentro, y me siento perdido. Deambulo sin mucho ánimo hasta el borde del malecón, donde se para el tiempo mientras miro al horizonte. Acaricio con mi mirada el furioso mar y la playa inmensa y, de repente, la veo.

Está de pie, al borde de la orilla, mirando hacia el malecón muy seria. Parece que mira hacia donde estoy, pero no da muestras de reconocerme. Echo a correr, como en el escenario imaginario de mi imaginación, cuando intento recordarla y llegar a ella, y la distancia y el tiempo me lo impide. Cuando llego al comienzo de la arena, me paro a recuperar el aliento. Grito su nombre. El viento y las olas devoran mi voz y Ella no me oye.

Ahora Ella se ha abrazado a un chico. Se ríen, comienzan a bailar al ritmo de una musiquilla que tocan unos chavales con unos tambores. Ella echa a correr por la playa como una niña, saltando de alegría, perseguida por ese chico que le acompaña.

La miro pensativo durante unos segundos y decido irme. La puerta se ha cerrado. Ella, tal y como ocurre en el laberinto de mi mente, no volverá a ser nada más que una sombra, recortada sobre el ancho mar que nos separa.

Desencuentros. Quinta parte. Ella. Dejarse llevar


Photo by Iker Iglesias

Miro al cielo y el azul plomizo me pesa en la mirada. La brisa marina debería refrescar mis pensamientos, pero siento cómo me falta el aliento. Me siento atrapada entre mí misma y el resto del mundo. No quiero estar aquí. Pero no puedo quedarme encerrada entre cuatro paredes el resto de mi vida. Por eso, cuando Manu me ha llamado hoy para quedar, me he dejado convencer sin mucho entusiasmo. “A las siete en el paseo, me había dicho, te llevaré una sorpresa”.

Le veo acercarse entre la gente, caminando rápidamente, con una sonrisa asomando en los labios. Me da un abrazo asfixiante. Nos dirigimos a la playa, como siempre. Esos dos kilómetros de arena fina se han convertido en territorio seguro, ya que Él odiaba la arena, el agua y el salitre que se le pegaba a la piel. Probablemente se trata del lugar menos probable para encontrarle de todos en esta ciudad que compartimos sin cruzarnos. Nos sentamos en la arena mientras Manu va desgranando con comentarios sarcásticos y miradas irónicas los grandes acontecimientos de su semana. Yo le escucho, como casi siempre desde que le conozco, casi sin hablar, y el resultado es una retahíla de frases sin sentido, de giros temáticos y cotilleos varios, salpicados por mis monosílabos.

Se podría decir que el destino puso en mi camino a Manu. Comenzó siendo mi salvavidas y ha acabado convirtiéndose en mi amigo del alma. Una mañana le conocí en el metro. Yo había roto a llorar desconsoladamente y ese extraño se acercó a mí con un pañuelo de papel en la mano, una sonrisa comprensiva y los brazos abiertos. Brazos que me acogieron hasta que paré de temblar y llorar durante nada menos de 9 paradas, de manera que acabamos sin darnos cuenta en Santa Coloma. Nos fuimos a tomar un café y le conté todo, hablé de mi historia, de Él, de mi vida, de la tristeza pegada a mi piel de la que no conseguía librarme y Manu me escuchó en silencio durante horas. Desde entonces nos habíamos vuelto inseparables.

Ahora en la playa, miro al mar, ensimismada, dejándole hablar, acunada por sus palabras y desvaríos. Manu se levanta de un salto con una expresión de júbilo y me dice “Tengo la solución a todos nuestros males….” . Con una teatral floritura, me presenta la palma de su mano abierta, y ahí, delante de mis ojos, en la punta de su dedo corazón, brilla una diminuta pastillita, redonda, perfecta, de color naranja, con un trébol de cuatro hojas grabado en relieve en su superficie. Se me escapa una risilla tonta y sin pensármelo dos veces saco la punta de mi lengua y con ella recojo ese puntito naranja que me promete un rato de pura felicidad.

La expectación hace que ambos nos quedemos en silencio, de cara al mar, viendo cómo atardece y la luz se va apagando entre naranjas y ocres. Esperamos que comience a suceder, receptivos a todo lo que sentimos. Yo me tumbo en la arena y me distraigo viendo pasar las nubes. Se levanta un viento furioso que juega con los mechones rebeldes de mi pelo y parece que va a haber tormenta. El rugido del mar comienza a susurrarme palabras tranquilizadoras al oído. Cierro los ojos. Mi mano juega con la arena. Comienzo a sentir un calor que me irradia del pecho y se extiende por todo mi cuerpo. Ahora, mis dedos pueden distinguir cada uno de los granos de arena que están tocando, parecen enormes al tacto, como si a cada segundo duplicaran su tamaño.

Comienzo a marearme un poco y  a perder el sentido de la realidad. El cielo se ha oscurecido y el mar se agita salvaje. El viento juguetón acaricia todo mi cuerpo. Manu parece ausente. Cerca de nosotros se han sentado unos chicos que improvisan sobre unos djembes y arrastran los ritmos africanos por la arena. Como si pudiera sentir el corazón de la tierra latiendo. Sus golpes hacen vibrar mi mente. Todo lo que tengo alrededor está vivo, todo en armonía, porque por fin todas las cosas de este mundo tienen su lugar en él, incluida yo. Me levanto y comienzo a caminar por la orilla, dejando que el agua del mar refresque mis pies. Y el agua también está viva y también late al ritmo de los tambores. A lo lejos veo el paseo y cómo las olas rompen rebosantes de ira contra el malecón y es como si pudiera volar y acercarme cada vez más, a pesar de que mi cuerpo permanece en el mismo sitio. Pero mi alma, o mi mente, se acercan hasta donde rompen las olas, casi hasta mojarse con las gotas minúsculas.

El ritmo de los djembes aumenta la intensidad y llega a su máximo justo cuando una enorme ola rompe en las rocas y se expande en miles de gotitas de colores brillantes. Ahora la música está también en el agua y veo en el ancho mar cómo los golpes más graves son de color violeta y se expanden por debajo de la superficie en círculos concéntricos cada vez más grandes. Los sonidos huecos y profundos surgen como bombas de color rojo brillante, como explosiones sangrientas. Los más agudos se convierten en líneas parpadeantes verdes que unen unas olas con otras en una telaraña inmensa. Y por último, los golpes más sordos crean bolas amarillas que se elevan del mar hacia el cielo, como grandes gotas místicas.

Siento cómo el mundo me habla, cómo la empatía por  todo lo que me rodea me invade, cómo una corriente de felicidad recorre todo mi cuerpo. Me dejo llevar por la música y comienzo a bailar, con Manu, con el agua, con el viento, conmigo misma. Mi cabeza se balancea con total abandono y me dejo llevar por la felicidad. Comienzo a reír a carcajadas, a gritar, a saltar por la playa. Quiero gritarle al mundo que soy feliz, que ahora sí estoy conectada a todo, que he encontrado mi espacio.