Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

Un extraño me mira


No podía dormir. Llevaba desde que nos habíamos acostado con la mirada fija en el techo. Me sentía nervioso, algo me estaba alterando esa noche, tal vez el sonido de la lluvia o la respiración rítmica de mi mujer o el ladrido del perro de los vecinos.

Me levanté despacio, sin hacer ruido, para no despertarla. Me acerqué a la ventana. Nuestra calle estaba tranquila, no se veía ni un alma. La nieve que había estado cayendo durante dos días ya estaba sucia y ahora se derretía bajo la lluvia. Sólo un pequeño gato escarbando en la basura del otro lado de la calle rompía la quietud de la escena.

Noté que el bulto de la cama se revolvía inquieto. Sólo se veían unas greñas rubias y la sombra pálida de un brazo entre los pliegues de las sábanas. Silencioso, salí del dormitorio.

Entré a oscuras en el estudio y encendí el flexo de la mesa de mi mujer. Ella es dibujante y llevaba meses trabajando en un relato gráfico sobre un súper héroe de los de capa y mallas. Tenía varios bocetos en la mesa de una escena en la que el héroe de la historia se colaba en la guarida del villano malvado.

Casi sin darme cuenta cogí una hoja en blanco y un lápiz y me puse a dibujar. El dibujo artístico nunca se me dio bien, siempre acababa haciendo monigotes sin expresión, pero aquella noche el lápiz se deslizaba sobre el papel sin esfuerzo, como si tuviera vida propia. Mi mano se movía rápidamente esbozando un cuerpo con los músculos en tensión, un rostro con el ceño fruncido y los dientes apretados. Una sala de un castillo tenebroso y un montón de máquinas futuristas. No paré hasta que terminé el dibujo y el resultado me asombró. Yo no sabía dibujar. Mi mujer siempre se reía de mi nulo talento artístico, de mi torpeza. Y, sin embargo, ahí estaba, una escena llena de fuerza y movimiento, creada por mí.

Cogí un cigarrillo rubio de un cajón y lo encendí ansioso. Aparté el dibujo y seguí con la siguiente escena, el encuentro con el villano.

A mitad del boceto paré para buscar un cenicero y, de repente, me di cuenta: yo no fumaba. De hecho, odiaba el tabaco, el humo y su olor y siempre había intentando que mi mujer, que era la que fumaba, dejara el vicio. Pero cuando encendí el cigarrillo me pareció lo más natural del mundo, como si fuese algo habitual en mí.

Todo se estaba poniendo muy raro, no entendía qué me pasaba. Apagué el cigarro y fui al baño a lavarme la cara. Y ahí, con las manos apoyadas en el lavabo, mientras me miraba al espejo, lo vi. O, mejor dicho, no me vi. Es decir, aparentemente yo era el de siempre, mi cara, mi pelo, mi barba, pero mis ojos eran distintos. No me encontré ahí dentro, no me reconocí, no era mi alma lo que intuía a través de mis retinas. Hasta la expresión de mi cara era distinta, burlona o como si me estuviera mofando de algún triunfo del que realmente no era consciente.  Era otra cosa. Era otra persona la que me devolvía la mirada en el reflejo.

Me estaba dejando llevar por la paranoia, así que decidí irme a la cama a intentar dormir. Seguro que a la mañana siguiente todo volvía a la normalidad. Seguro que estaba sugestionado por la noche y el cansancio y el sueño. Seguro que todo eran imaginaciones mías. Sorprendentemente, me dormí enseguida, repitiéndome como un mantra, mañana todo volverá a ser normal, mañana volveré a ser normal.

A la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, me levanté de un salto y fui rápidamente al espejo. Y me encontré. Ahí estaba yo, donde siempre, como siempre. Me reí de mí mismo y de mi exaltada imaginación y me dispuse a afrontar otro día más vendiendo pisos, peleándome con el jefe, con el tráfico, con los clientes. Otro día más. Simple rutina. Pero antes de salir de casa con mi traje y mi agenda, escondí los dibujos en el fondo de un cajón.

A la noche siguiente, de madrugada, me desperté sobresaltado. Me levanté muy nervioso y fui directo a la mesa de mi mujer. Empecé a dibujar y a fumar y a dibujar y a seguir fumando. La historia se repetía. Una vez más fui a mirarme en el espejo, a buscarme y no me encontré. Otra vez, no era yo quién devolvía el reflejo. Estuve un rato mirándome fijamente, o mirándole fijamente, pero me aterrorizaba esa mirada, me aterrorizaba no saber quién estaba dentro de mí. Comenzaba a amanecer, así que escondí los dibujos y me fui a dormir.

Cuando desperté volví al espejo. Había vuelto otra vez, como por arte de magia, como si nunca me hubiese ido. Respiré tranquilo. Más pisos en venta, más discusiones con el jefe, más clientes indecisos.

Esto se repitió durante unas cuantas noches, hasta que una mañana al ir a reencontrarme con mi reflejo en el espejo, no me encontré, no reconocí nada de lo que veía como mío. Pasaron los días y yo no volvía. Me había desterrado de mi propio cuerpo y ya no quedaba mucho de lo que yo había sido. Sólo pensaba en dibujar. Desatendía a mis clientes, llegaba tarde el trabajo, mi mujer no entendía qué me ocurría. Siempre que me miraba al espejo sólo veía una sombra desdibujada de lo que fui.

Perdí todas mis esperanzas, dejé de esperar mi vuelta. Y cuando dejé de esperarme, dejé mi trabajo, dejé a mi mujer, dejé a mis amistades y dejé mi casa. Si estaba condenado a vivir con esa obsesión debía asumirlo y hacer lo que mi nueva naturaleza me dictaba. Me dediqué a dibujar durante meses, le enseñé mi trabajo a varios editores y finalmente comenzaron a publicarme pequeños trabajos. En el baño de mi nueva casa de alquiler no había espejo. De hecho, quité todos los espejos que había en la casa. No quería enfrentarme a mi reflejo, porque cada vez que me miraba, veía el fracaso de no poder controlar mi propia vida. Huía de mí y vivía como un autómata. Pero ya no tenía insomnio.

Una noche, cuando ya creía que nada iba a volver a ser cómo antes, me pasé la noche en vela. No podía dormir. Me levanté y fui al espejo. Esta vez sí había vuelto. Otra vez era yo. Otra vez estaba ahí, como siempre. Descolgué el teléfono muy despacio, marqué el número y esperé hasta oír la voz de mi mujer.