Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

La ciudad de los gatos


Se lo llevaron de mi lado, me lo arrebataron. Y yo lo imaginaba en un lugar frío y oscuro y húmedo, esperando el fin de los días.

Me lo quitaron. Y apenas pude decirle adiós, apenas pude tocarle la mano, apenas logré hacer que mi voz cruzara el tiempo y la distancia hasta él.

Se lo llevaron. Y desde entonces no volví a verle. Hasta que una noche, en sueños, sin saber si yo le había invocado o si él me había llamado a mí, le encontré.

Soñé que caminaba por las callejuelas de mi caótica mente, serpenteando entre casas vacías, cantones oscuros, tétricos jardines. Zambullida en un silencio sordo, creado tal vez por mi propia imaginación. Soñé que llegaba hasta un muro alto, en cuyo centro se alzaba una enorme puerta, como una boca de fauces abiertas. La puerta, la boca y la verja de hierro que la cerraba, unos afilados dientes. La puerta me devoró y yo me dejé devorar entre chirridos metálicos.

Mis ojos se entrecerraron hasta acostumbrarse a la oscuridad y a la luz tenue de alguna luna, presente pero oculta. Se descubría, ante mi mirada, una ciudad dentro de otra ciudad.

Más calles oscuras, pero, esta vez, vibrando entre mármoles y granitos.

Esculturas de piedra que parecían abalanzarse sobre mí, todas ellas con las manos extendidas transformadas en garras, todas ellas con las bocas abiertas, en un grito ahogado por la noche.

La sombra tenebrosa de los cipreses, recortada sobre la tenue luz de esa luna que no existía y los crisantemos amarillos que tapizaban el suelo de tierra.

Más silencio, pero roto ahora por los maullidos inquietantes de decenas…, cientos…, miles de gatos, que clavaban sus interrogantes ojos en mí, mientras se paseaban elegantes y perezosos.

Me interné en el laberinto de calles, abriéndome camino entre los gatos que me seguían con la mirada sin permitirse distracciones, ajenos a todo lo que no fuera mi persona.

Y le encontré. Después de un rato buscándole sin saberlo, supe que estaba allí, detrás de la piedra, encerrado por el mármol y el granito y los crisantemos amarillos. Custodiado por los gatos.

Pegué la oreja a la piedra y no oí nada. Pero estaba allí, yo podía sentirlo, abalanzándose contra la cárcel de piedra que le retenía, con las manos extendidas, transformadas en garras, con la boca abierta, en un grito desesperado, ahogado por la noche.

Sin nombre


Suele decirse que lo que no tiene nombre no existe. Y la verdad es que puede ser cierto, ya que lo que no se puede nombrar no respira, no ve, no sueña, no ama. Sólo se desliza en las sombras.

Así que puede que yo no existiera antes de que la sirena me invocara, antes de que me nombrara por primera vez. Puede ser que, hasta entonces, yo tan sólo dormitara en lo oscuro, en la frontera de dos mundos.

Aguardé, allí donde no llegan ni la luz, ni el aire. Esperé a que me llamara, a que me nombrara, esperé a que la sirena gritara mi nombre. Y, entonces, sentí el tirón de la tierra y un río de vida, de sangre, de vida, me arrastró a la luz, al aire y a una piel que ansiaba mi piel.

Y comencé a respirar. Y a ver. Y a soñar. 

Comencé a existir. 

Comencé a amar.


Para Rubén, que comenzó a respirar, a ver, a soñar, a existir y a amar el 1 de octubre de 2010, a las diez y media de la noche