En algún lugar inhóspito de esta tierra, entre sauces y tilos, hay una charca de agua fangosa. La charca es en realidad una puerta mágica a otro mundo. En el barro inmundo de la charca, en la frontera entre nuestra realidad y los sueños, vive un viejo, de espalda vencida por los años, de piel arrugada y afilados huesos. Se le puede ver inclinado sobre un enorme caldero, removiendo una sopa de colores brillantes.
Cada noche, el viejo se cuela en nuestras casas y roba, codicioso, los manuscritos de las historias que queremos contar, los versos absurdos surgidos de nuestra alma, las palabras de amor y desamor que escribimos en nuestros ratos de soledad.
Al amanecer, cuando la luz comienza a herir el verde de los árboles, vuelve a su charca ,y , allí recita conjuros y salmos, invocando a los dioses, y las palabras de los manuscritos que nos ha robado comienzan a soltarse del papel, jugando entre ellas al escondite. El viejo coge cada papel con las letras bailando en espirales sinuosas, se asoma al caldero y vierte las palabras, los versos, las historias en esa sopa humeante. La intensidad de sus cánticos se eleva al cielo, y el líquido de colores chisporrotea entre llamas azules y verdes.
Cuando el último rayo de sol se deja morir en el horizonte, el viejo acude a su caldero una vez más, se sirve con manos temblorosas un cazo de la sopa, la bebe en ansiosos sorbos y se sienta, pluma en mano, ante un papel en blanco. Un papel en el que nunca ha escrito nada. Un papel que no conoce ninguna historia. El viejo piensa y piensa y las palabras llegan como un torbellino a su mente perturbada, pero no consigue ordenarlas para dotarlas de sentido. Una vez más sigue sin escribir nada.
Una vez más siente su alma desgarrada.
Cada noche, el viejo se cuela en nuestras casas y roba, codicioso, los manuscritos de las historias que queremos contar, los versos absurdos surgidos de nuestra alma, las palabras de amor y desamor que escribimos en nuestros ratos de soledad.
Al amanecer, cuando la luz comienza a herir el verde de los árboles, vuelve a su charca ,y , allí recita conjuros y salmos, invocando a los dioses, y las palabras de los manuscritos que nos ha robado comienzan a soltarse del papel, jugando entre ellas al escondite. El viejo coge cada papel con las letras bailando en espirales sinuosas, se asoma al caldero y vierte las palabras, los versos, las historias en esa sopa humeante. La intensidad de sus cánticos se eleva al cielo, y el líquido de colores chisporrotea entre llamas azules y verdes.
Cuando el último rayo de sol se deja morir en el horizonte, el viejo acude a su caldero una vez más, se sirve con manos temblorosas un cazo de la sopa, la bebe en ansiosos sorbos y se sienta, pluma en mano, ante un papel en blanco. Un papel en el que nunca ha escrito nada. Un papel que no conoce ninguna historia. El viejo piensa y piensa y las palabras llegan como un torbellino a su mente perturbada, pero no consigue ordenarlas para dotarlas de sentido. Una vez más sigue sin escribir nada.
Una vez más siente su alma desgarrada.