Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

Aquella piel


Manoseó su desgastado crucifijo de oro, nervioso, en un gesto de impaciencia. Implorando clemencia, exigiendo fuerzas o valor.


Manoseó su crucifijo con las manos sudorosas y frías, sintiendo el frío del metal, el frío de la noche, el frío de su corazón helado. Hibernado.


El frío de su aliento y de su voz.


Y recordó días más felices, el calor del sol, las risas fáciles de sus niños, el tacto de una piel, las manzanas rojas y ácidas que se rompían con un crujido en su boca, el murmullo del mar, el canto de los grillos en las noches profundas.


Manoseó su crucifijo, inquieto, dudando, pensando en aquella piel, sintiéndola. Adivinando cuál de ellas se parecería más.


Observó lo que tenía alrededor: la luz difusa de las farolas, la calle mojada por la lluvia reciente, las sombras. Escuchó el eco sordo de unos tacones y una voz que le invitaba, aterciopelada, ronca y dulce.


Anticipó el placer de una piel rozando su propia piel arrugada. Una piel que, como por arte de magia se rejuvenecía. Un corazón que se aceleraba sin fatiga, un aliento que ya no le fallaba.


Manoseó su crucifijo otra vez y con la mano tímida sacó unos billetes del bolsillo. Los extendió y los billetes crujientes se quedaron en el aire, temblorosos, esperando, hasta que ella los cogió y le echó los brazos al cuello, mimosa. Le susurró algo al oído que no entendió.


Manoseó su crucifijo una vez más.


Y recordó.


Aquella piel.