Desencuentros

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Hace años que escribo. Cuentos, comeduras de tarro, paranoias, textos incomprensibles. Nunca he escrito para ser leída. Sólo era una obsesión que ocupaba mis minutos de soledad y que me mantenía cuerda. Ahora, me decido a compartirlo con vosotros... porque compartir es amar.

Cubalibre


Ya casi ni recuerdo cómo comenzó todo. Creo que fue una de esas tardes tranquilas, en las que sólo estaban en el bar los clientes de siempre. Una de esas tardes en las que el camarero mata el rato leyendo el periódico y haciendo crucigramas.

Yo estaba en el frigorífico, con el resto de mis compañeras, escuchando las voces de la gente y el murmullo del lavaplatos, esperando salir a escena. Desde ahí dentro lo oí y supe que había llegado mi momento: “Ricardoooo, una coca-cola cuando puedas!!!”.

Me preparé, me puse bien tiesa, sacando pecho, casi sin respirar, esperando a que Ricardo abriera el frigorífico y me eligiera. Creo que en ese instante, mi corta vida pasó delante de mis ojos, desde el mismo momento en que nací, en aquella vieja fábrica hasta que tras unos cuantos controles de calidad y unos cuantos magreos, me metiesen en una caja de plástico, y la caja en un camión y el camión a toda velocidad por la autovía y llegase al almacén del bar donde viviría durante dos semanas, antes de pasar a engrosar las filas de las elegidas en el frigorífico.

Se abrió la puerta, vi una luz cegadora y noté como Ricardo tanteaba con los dedos hasta agarrarme por el cuello, lanzándome al vacío y aterrizando otra vez en la palma de su mano, con sus dedos apretados alrededor de mi cintura. Ahí estaba yo, la decimotercera unidad del lote 30.07.09.05.54, reluciente, fresquita con la etiqueta bien pegada a mi barriga con sus letras resplandecientes sobre el rojo brillante. Justo en ese instante, mi destino se truncó. Sonó el teléfono y Ricardo se fue trotando a cogerlo conmigo en su mano. Las cosas empezaron a torcerse, Ricardo empezó a gesticular y yo notaba como el estómago se me venía a la garganta como si fuese a explotar, me zarandeó, me agitó y finalmente me utilizó para señalar a algo imaginario que sólo él veía en su mente. Cuando finalmente colgó el teléfono, yo me encontraba mareada y exhausta, me miró sin mucho interés, me dejó en un estante y cogió del frigorífico otra botella. Nada más y nada menos que a la decimocuarta de mi mismo lote, la cual siempre había sido una mala pécora y una envidiosa. Ahí estaba con mis dientes rechinando de impotencia mientras aquel mal bicho se llevaba MI MOMENTO y me miraba de refilón con soberbia.

Así que ahí me quedé, en ese estante, esperando que llegase otra oportunidad.  Los primeros días, cuando el bar cerraba, ni siquiera hablaba con los que tenía alrededor. Me decía a mí misma que no debía hacer amistades, porque esos entre los que me encontraba no eran de mi clase. Sólo eran unos sucios borrachos, llenos de alcohol, dedicados a una vida licenciosa y sin sentido. Ahí estaba la ginebra, el vodka, el tequila, el ron… No podía tener nada en común con ellos. Así que me empeñé en mantenerme silenciosa y pasar desapercibida. Rogaba a Dios (al dios de las coca-colas, ese viejillo bonachón de barba blanca y vestido de rojo) que Ricardo se acordase de mí y volviese a meterme en el frigorífico con mis amigas y hermanas, pero los días pasaban y no parecía que nadie se percatase de mi insignificante presencia.

Tras unas semanas descubrí que desde ese puesto privilegiado en primera fila, mi vida era muchísimo más divertida. Podía verlo todo: a los currelas que iba a tomar el café a las mañanas, a las cuadrillas con sus vinos, a las marujas con el mentapoleo y la partida de brisca y las noches,…las noches eran increíbles. El bar se transformaba y había un millón de luces de colores, la música sonaba a todo volumen y la gente reía, bailaba, hacía bromas. Algunos se emborrachaban hasta que casi no podían mantener el equilibrio, otros buscaban en la multitud alguien con quien hablar, otros desaparecían enlazados hacia los baños, otros cruzaban expresivas miradas desde un extremo a otro del bar, otros se sentaban en la barra, solos, con la mirada fija en su vaso. Y yo desde mi estante lo observaba todo y lo aprendía todo. Era feliz, aunque me pesaba el hecho de permanecer ahí indefinidamente, de no tener ya metas, de que nadie me eligiese. Pero, al fin y al cabo, quién iba a querer a una pequeña botella de Coca-Cola caliente abandonada a su suerte fuera del frigorífico.

Con el tiempo empecé a encontrar gracioso el acento del El Cuervo, sin querer se me escapaba la risa cuando decía aquello de “me lleva la chingaaaada” y la verdad es que comenzaron a caerme bien esos con los que aparentemente no tenía nada en común. Sólo Absolut me seguía pareciendo borde y seco. Pero con las bromas de El Cuervo disfrutaba y me encantaba hablar con Larios, puesto que nos dedicábamos a cotillear y a ponerles verdes a todos, su lengua afilada no tenía rival. Havana al principio apenas hablaba, pero cuando lo hacía, su voz sonaba suave y a la vez un poco ronca y con ese acento cubano, me decía tales piropos que notaba cómo toda entera me ponía del color rojo brillante de mi etiqueta.

Poco a poco me di cuenta de que Havana había comenzado a gustarme. Me miraba con aquellos ojos brillantes por el alcohol, con su color dorado y me hablaba de su tierra, de aquella Cuba que abandonó perseguido por no cooperar con el sistema, me hablaba de los helados de mantecado y de los ritmos improvisados en cualquier esquina. A las noches hablábamos en voz baja durante horas, muy juntitos, casi tocándonos. Veíamos como la luz invadía lentamente el local al amanecer y hacía brillar la oscura madera. Yo pasaba las horas mirándole y soñando, me preguntaba si él y yo podríamos alguna vez enredarnos como aquellos que desaparecían de camino al baño en los rincones oscuros. Me preguntaba si el mundo nos dejaría vivir juntos para siempre.

Pero la realidad se imponía por si sola. Estaba claro cómo los humanos se enamoraban, se besaban, se casaban, tenían familia. Pero nuestra condición nos limitaba: no teníamos labios para besarnos, no teníamos brazos para acariciarnos, no podía imaginarme cómo podríamos llegar a una intimidad similar. Yo observaba fascinada a las parejas que iban al bar, como ellos les rodeaban la cintura con los brazos, acariciándolas tímidamente la cintura por debajo de la camiseta, como cerraban los ojos y acercaban sus labios, como entrelazaban sus leguas ávidas. Vi miles de besos, cada uno diferente, unos húmedos, otros tiernos, unos leves como alas de mariposa, otros profundos, vi mordiscos, lametones, intentos torpes de adolescentes, besos de película en los que la muchacha de turno se quedaba sin respiración y le temblaban las rodillas. Y desde mi puesto en el estante, con la etiqueta un poco amarillenta ya, llena de polvo, vieja y decrépita, deseaba… Quería sentir lo mismo que ellos, a pesar de que sabía que era imposible. Me imaginaba como una chica vestida de rojo de cuerpo escultural, y con Havana con su piel dorada, mirándome enamorado. Havana me acariciaría el pelo negro, me clavaría esos ojos ardientes, declararía su amor eterno y me propondría escaparnos juntos a Cuba, a su patria perdida. Sólo eran sueños tontos de una botella de la que nadie se acordaba, pero me gustaban esos sueños y me hacían feliz.

Una noche, cuando el bar estaba lleno de gente divirtiéndose, Ricardo me vio, sorprendido, me cogió bruscamente y me metió al frigorífico otra vez. Yo grité y grité para que me sacasen de allí, mientras el resto de botellas de Coca-Cola intentaban calmarme y las de Kas murmuraban por lo bajo, indignadas. Yo intentaba hacerles entender entre lágrimas que fuera las cosas eran mejor, que no volvería a ver a mis amigos, que antes era feliz y que ahora todo lo que yo conocía me había sido arrebatado. Yo susurraba entre sollozos el nombre de Havana y allí, en la oscuridad, nadie entendía qué manía tenía yo con salir ahí fuera, cuando el sitio correcto para una botella de Coca-Cola era el frigorífico, por lo menos mientras a alguien no le apeteciera beberla.

La oscuridad no duró mucho, porque la puerta del frigorífico volvió a abrirse enseguida y nos quedamos todas quietecitas mientras veíamos las luces de colores de fuera. Mis peores temores fueron confirmados cuando sentí los dedos de Ricardo como aquella primera vez. Y como aquella vez me agarró, me sacó de la cámara y me dejó en la barra. Yo busqué a Havana con la mirada y me sorprendió verle tranquilo, con su pose de siempre y una sonrisa feliz. Ricardo volvió con el abrebotellas y de un tirón me arrancó la chapa. Yo no pude evitar soltar unas pequeñas burbujitas de placer, ya que la sensación de libertad y desahogo me gustó. Pese a mi resistencia a abandonar la botella, consiguió verterme en un vaso de tubo y a partir de ahí todo cambió.

Primero sentí el frío del hielo, que me dio tiritera, ya que yo llevaba varias semanas a temperatura ambiente y ya no estaba acostumbrada. Tras la primera sensación de frío, me di cuenta de que había algo más en el vaso y casi me pongo a llorar otra vez al reconocer a Havana, flotando entre los hielos, mezclándose conmigo, acogiéndome con el calor de su alcohol y su aroma, con su voz tranquilizadora. Y pensé, esto es lo más cerca que estaré de él, pero por fin somos uno, aunque no sepa nunca cómo es que te besen.

Entonces, ocurrió. Por fin. Después de tanto tiempo esperando. Los que nos había pedido eran una pareja jovencita, los cuales después de beber cada uno un trago de nosotros, se besaron. Y lo sentí. Todo. Como si yo fuera la chica de mis sueños, de cuerpo escultural y Havana fuera el chico que me tomaba en sus brazos. Sentí primero el aliento de ambos, Havana y yo estábamos en sus bocas. Como si fuéramos ellos, noté la textura suave de la piel de sus labios, noté como ella abría un poquito la boca y como él acariciaba suavemente con la punta de su legua su interior. Me convertí en ella y Havana en él y notamos nuestros propios sabores, nos olisqueamos, nos perdimos en una espiral de pasión, sentía que la cabeza me daba vueltas y yo me abandonaba cada vez más a aquella espirituosa orgía y caía embriagada de él, sus lenguas se entrelazaban y con ellas nosotros o lo que quedaba de nosotros, hasta lo más profundo, hasta casi no poder soportarlo más. Disfruté del momento como jamás había disfrutado con nada, sentí la felicidad en todo mi ser, como nunca la había sentido, bailé a su alrededor, me agité con él, éramos uno. La unión perfecta. Cubalibre.