Photo by Iker Iglesias
Miro al cielo y el azul plomizo me pesa en la mirada. La brisa marina debería refrescar mis pensamientos, pero siento cómo me falta el aliento. Me siento atrapada entre mí misma y el resto del mundo. No quiero estar aquí. Pero no puedo quedarme encerrada entre cuatro paredes el resto de mi vida. Por eso, cuando Manu me ha llamado hoy para quedar, me he dejado convencer sin mucho entusiasmo. “A las siete en el paseo, me había dicho, te llevaré una sorpresa”.
Le veo acercarse entre la gente, caminando rápidamente, con una sonrisa asomando en los labios. Me da un abrazo asfixiante. Nos dirigimos a la playa, como siempre. Esos dos kilómetros de arena fina se han convertido en territorio seguro, ya que Él odiaba la arena, el agua y el salitre que se le pegaba a la piel. Probablemente se trata del lugar menos probable para encontrarle de todos en esta ciudad que compartimos sin cruzarnos. Nos sentamos en la arena mientras Manu va desgranando con comentarios sarcásticos y miradas irónicas los grandes acontecimientos de su semana. Yo le escucho, como casi siempre desde que le conozco, casi sin hablar, y el resultado es una retahíla de frases sin sentido, de giros temáticos y cotilleos varios, salpicados por mis monosílabos.
Se podría decir que el destino puso en mi camino a Manu. Comenzó siendo mi salvavidas y ha acabado convirtiéndose en mi amigo del alma. Una mañana le conocí en el metro. Yo había roto a llorar desconsoladamente y ese extraño se acercó a mí con un pañuelo de papel en la mano, una sonrisa comprensiva y los brazos abiertos. Brazos que me acogieron hasta que paré de temblar y llorar durante nada menos de 9 paradas, de manera que acabamos sin darnos cuenta en Santa Coloma. Nos fuimos a tomar un café y le conté todo, hablé de mi historia, de Él, de mi vida, de la tristeza pegada a mi piel de la que no conseguía librarme y Manu me escuchó en silencio durante horas. Desde entonces nos habíamos vuelto inseparables.
Ahora en la playa, miro al mar, ensimismada, dejándole hablar, acunada por sus palabras y desvaríos. Manu se levanta de un salto con una expresión de júbilo y me dice “Tengo la solución a todos nuestros males….” . Con una teatral floritura, me presenta la palma de su mano abierta, y ahí, delante de mis ojos, en la punta de su dedo corazón, brilla una diminuta pastillita, redonda, perfecta, de color naranja, con un trébol de cuatro hojas grabado en relieve en su superficie. Se me escapa una risilla tonta y sin pensármelo dos veces saco la punta de mi lengua y con ella recojo ese puntito naranja que me promete un rato de pura felicidad.
La expectación hace que ambos nos quedemos en silencio, de cara al mar, viendo cómo atardece y la luz se va apagando entre naranjas y ocres. Esperamos que comience a suceder, receptivos a todo lo que sentimos. Yo me tumbo en la arena y me distraigo viendo pasar las nubes. Se levanta un viento furioso que juega con los mechones rebeldes de mi pelo y parece que va a haber tormenta. El rugido del mar comienza a susurrarme palabras tranquilizadoras al oído. Cierro los ojos. Mi mano juega con la arena. Comienzo a sentir un calor que me irradia del pecho y se extiende por todo mi cuerpo. Ahora, mis dedos pueden distinguir cada uno de los granos de arena que están tocando, parecen enormes al tacto, como si a cada segundo duplicaran su tamaño.
Comienzo a marearme un poco y a perder el sentido de la realidad. El cielo se ha oscurecido y el mar se agita salvaje. El viento juguetón acaricia todo mi cuerpo. Manu parece ausente. Cerca de nosotros se han sentado unos chicos que improvisan sobre unos djembes y arrastran los ritmos africanos por la arena. Como si pudiera sentir el corazón de la tierra latiendo. Sus golpes hacen vibrar mi mente. Todo lo que tengo alrededor está vivo, todo en armonía, porque por fin todas las cosas de este mundo tienen su lugar en él, incluida yo. Me levanto y comienzo a caminar por la orilla, dejando que el agua del mar refresque mis pies. Y el agua también está viva y también late al ritmo de los tambores. A lo lejos veo el paseo y cómo las olas rompen rebosantes de ira contra el malecón y es como si pudiera volar y acercarme cada vez más, a pesar de que mi cuerpo permanece en el mismo sitio. Pero mi alma, o mi mente, se acercan hasta donde rompen las olas, casi hasta mojarse con las gotas minúsculas.
El ritmo de los djembes aumenta la intensidad y llega a su máximo justo cuando una enorme ola rompe en las rocas y se expande en miles de gotitas de colores brillantes. Ahora la música está también en el agua y veo en el ancho mar cómo los golpes más graves son de color violeta y se expanden por debajo de la superficie en círculos concéntricos cada vez más grandes. Los sonidos huecos y profundos surgen como bombas de color rojo brillante, como explosiones sangrientas. Los más agudos se convierten en líneas parpadeantes verdes que unen unas olas con otras en una telaraña inmensa. Y por último, los golpes más sordos crean bolas amarillas que se elevan del mar hacia el cielo, como grandes gotas místicas.
Siento cómo el mundo me habla, cómo la empatía por todo lo que me rodea me invade, cómo una corriente de felicidad recorre todo mi cuerpo. Me dejo llevar por la música y comienzo a bailar, con Manu, con el agua, con el viento, conmigo misma. Mi cabeza se balancea con total abandono y me dejo llevar por la felicidad. Comienzo a reír a carcajadas, a gritar, a saltar por la playa. Quiero gritarle al mundo que soy feliz, que ahora sí estoy conectada a todo, que he encontrado mi espacio.
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