Olvidé lo que he sido
Olvidé lo que he sido y perdí la voz de tanto callar.
Enterré miles de palabras no dichas en una cantera abandonada, esperando que nadie las encontrara. Las palabras se quedaron en lo oscuro, pero la idea revoloteaba en mi mente y no hubo forma de ocultarla. Los secretos se me escaparon y surcaron los cielos, hasta hacer estallar una tormenta.
El cielo se cerró y se tiñó de grises tornasolados. Llegó la lluvia furiosa y lo arrasó todo, todo lo limpió, todo lo abandonó, tan sólo para que fuera.
Ahora, sólo quedan mis silencios y mi yo, más presente que nunca.
Rutinas
Una tarde más, caminando por estas calles, los mismos rostros difusos, las mismas tiendas, el mismo negro en el cielo y el mismo azul plomizo en la mirada. Las mismas horas perdidas, los mismos pasos entre toda esta gente ajena a mí y a mi mundo, las mismas ideas que me rondan la cabeza, el mismo frío empapando mi corazón helado.
En la cola del estanco, esperando. Cambio el peso de mi cuerpo de un pie a otro, me vencen los sueños y siento el cansancio que me agota los hombros y las rodillas. La fila no avanza. Me impaciento. Llego tarde. Escucho lo que me rodea y todo me parece irreal. Inquieta, un poco irritada, me aíslo del exterior, pensando en cómo he llegado a este punto otra vez.
Desde la calle se abre paso el lamento triste de un violonchelo, una melodía que me parte el alma. Los acordes tiran de toda mi sangre y me envuelven y me destrozan. Los ojos se me inundan de lágrimas y escondo el rostro intentando que nadie me vea. Levanto la mirada, mientras parpadeo con fuerza, y cuando consigo que la niebla se disipe, veo en la pared repleta de recortes y anuncios un papel amarillo con una frase:
"Porque esa paz que nace de la comprensión emerja del corazón de los hombres."
Thomas Carlyle
Las lágrimas brotan ya imparables, se me empapan las mejillas en cuestión de segundos y se me atasca un nudo molesto en la garganta, el dolor que exige salir de mí y que me ahoga la respiración. La verdad me cae encima como una losa imaginaria, porque sé que yo nunca he comprendido nada y que probablemente nunca consiga comprender nada y, por lo tanto, sé que jamás alcanzaré la paz.
Las notas lastimosas del violonchelo se derrumban unas encima de otras, amontonándose, hasta acabar derramándose en un silencio amargo, roto tan sólo por el susurro de la gente en la calle.