Se miró las manos otra vez, atónito, agotada la piel de sus párpados de abrir y cerrar los ojos en un intento por despertar de un inesperado sueño. Pero siguió encontrando las mismas manos blancuzcas tirando a verdes, esqueléticas, de uñas curvada con la forma de una garra, brillantes y azuladas sus venas. Y no reconoció aquellas manos como suyas. No reconoció aquellos apéndices como parte de su cuerpo. Recordaba perfectamente haber tenido una piel normal, como cualquier hombre, y unos dedos finos y rectos. Recordaba sus manos como las de cualquier ser humano y no como las garras resbaladizas de un animal intergaláctico.
Se asustó. Se asustó como nunca lo había hecho. Sintió el terror aguijoneando cada uno de sus huesos. Le asaltó la duda, la idea de que el resto de su cuerpo podía ser también así; de que el resto de su cuerpo, su cara, sus piernas, su pecho tuviera también ese color y untuosidad. Pero estaba demasiado oscuro, no sabía dónde estaba, sólo distinguía sus manos, y lo que veía le horrorizaba. No sabía si estaba desnudo o vestido pues parecía que había perdido sensibilidad en la punta de sus dedos. Tal vez fuera su nueva anatomía, o tal vez fuera el frío que sentía por todo el cuerpo. Tampoco oía nada. Había un silencio absoluto, inquietante e irreal en el lugar donde estaba. Sabía que se encontraba al aire libre, puesto que una corriente fría y húmeda le azotaba de vez en cuando las piernas y el rostro. Pero no escuchaba el silbido de ese viento. No escuchaba ningún murmullo de hojas al moverse las ramas de los árboles, no podía oír el canto de los pájaros. Ese silencio sepulcral le hacía sentir el frío de la soledad acariciándole la nuca.
Se agachó para tocar la superficie donde se encontraba, pero no consiguió descifrar de qué material se trataba. Desde luego no se trataba de tierra, ni de hierba ni de cemento. Era algo frío, demasiado pulido para haber sido creado por manos humanas, y a la vez blando. Se hundía cuando apretaba con la mano o pisaba fuerte. No sabía dónde estaba y tenía tanto frío y se sentía tan sólo...
No dejó de intentar saber dónde estaba durante lo que parecieron ser horas. Arrodillado, se medio arrastraba por el suelo intentando encontrar un límite, un cambio en el frío paraje, palpando siempre la misma materia resbaladiza y blanda. Sentía que la desesperación se iba adueñando de su ser al no encontrar nada que le orientara, nada que le fuera familiar, al no saber que había sido de su cuerpo, al no saber donde estaba, ni qué había sido de su vida. Ni siquiera recordaba exactamente cómo había sido su vida. Recordaba vagamente el cuerpo elástico de una mujer, las greñas doradas sobre su cara, pero no conseguía precisar sus facciones exactas, ni acordarse de su nombre. Sabía que trabajaba en algo que no le gustaba, que le aburría soberanamente y que tenía una madre sobreprotectora que le ahogaba con sus maternales brazos. Pero no lograba acordarse de la figura de su padre, ni de cómo era la casa donde vivía. Sentía que a medida que pasaban los minutos inexorables iba perdiendo más recuerdos, una parte mayor de lo que había sido su vida, sentía que perdía su pasado por momentos dejándole un vacío enorme, tan frío como todo en aquel horrible lugar. Sentía a su vida saliendo por la puerta de atrás de su mente sin hacer ruido, sin hacerse sentir.
Y pensó en cuántas veces había fantaseado con la idea de olvidarse de todo lo que había vivido, de empezar en un lugar nuevo, sin toda esa gente que había conocido a lo largo de su vida. Siempre le había gustado la idea de perder su personalidad y su vida, para enmendar todos los errores que había cometido. Dejar de ser él para convertirse en otra persona o en un animal o en un objeto. Sin historia, sin recuerdos, sin la necesidad de pensar en lo que siente, en lo que quiere hacer de su vida. Fundirse con el entorno, convirtiéndose en una parte más del decorado, inerte, sin responsabilidad de lo que sucede a su alrededor. No ser culpable, ni ser juzgado y condenado, no ser juez.
Se quedó dormido de puro cansancio, el dolor empapándole todos sus miembros, acurrucado como un feto, helado todo su cuerpo. Cuando se despertó, la luz le cegó los ojos. No veía nada, se tambaleaba con las manos en los ojos, repletas de destellos. Sus pupilas se fueron acostumbrando a la luz y cada vez fue distinguiendo las formas y los colores. Como había temido, el resto de su cuerpo tenía la misma piel verdusca y resbaladiza que había entrevisto antes en sus manos, pero le pareció aún más horrible y resbaladiza. Atónito, comprobó que su miembro había desaparecido. En su lugar sólo había una superficie húmeda y abultada. No tenía pene, ni testículos, ni vello. Ni siguiera ningún agujero por el que poder deshacerse de sus desechos. No había nada. Sólo era piel. Tampoco tenía pelo en la cabeza, ni en sus axilas, ni en su pecho plano. Sus tetillas habían desaparecido, dejando en su lugar una masa que no tenía nada de compacta ni de musculosa como antes. Parecía que quien le hubiera hecho eso había querido extirparle todo distintivo sexual, todo rasgo que pudiera diferenciar a una mujer de un hombre.
Antes de lo que él había empezado a llamar Su Conversión había sido un hombre musculoso, de formas rotundas, con un falo que se elevaba desafiante en cuanto tenía un pensamiento mínimamente erótico. Su masculinidad se despertaba con cada imagen, con cada caricia, con cada pensamiento. Ahora había perdido todo eso.
No tenía hambre, ni sed. Sólo sentía un vacío inconmensurable y esa soledad. Seguía sin oír nada y todavía le resultaba inquietante todo ese silencio. Ya sabía porqué no oía nada: no tenía orejas, ni ningún orificio por donde pudieran entrar las señales sonoras. No podía saber si todavía podía hablar porque no oía su propia voz. Su boca también había cambiado. No tenía labios, sus dientes partían de sus encías, afilados, más grandes que antes y algo curvados. Al no tener labios, su boca permanecía permanentemente abierta, notaba el aire frío avasallando sus pulmones, raspando su garganta.
Pronto descubrió que el lugar donde se había despertado era una gran extensión de un material parecido al plástico de color grisáceo o pardusco. No había sol. Sólo había una claridad inmensa que parecía surgir de la misma tierra, del cielo, una claridad que lo empapaba todo y que hacía que todo resplandeciera. Amarillo el cielo por la luz, resplandeciente de luminosidad. A lo lejos había unas rocas, brillando, casi traslúcidas. Al lado de las rocas se encontraba lo que parecía un lago de agua cristalina y limpia. Inquietante la quietud de sus aguas.
Se sentía cansado, cansado de tanto delirio y locura. Tenía la esperanza de que todo fuera un sueño, de despertarse en algún momento abrazado por el cuerpo delgado como un junco de su mujer. Sin embargo, sabía, tenía la convicción de que todo era real y que no se iba a acabar nunca.
Empezó a caminar, clavando las garras de sus pies en el blando suelo, hacia las rocas, en busca de un punto alto desde donde poder buscar algún rastro de vida en aquel lugar. Aunque las rocas no parecían estar lejos, tardó muchísimo en llegar, cansado por la blandura del suelo que pisaba, las lágrimas corriéndole por las mejillas, abrasándole por dentro.
Cuando llegó hasta los inmensos bloques se encaramó a ellos, empezó a trepar ágilmente, clavando sus dedos en las pulidas grietas. El aire frío raspando su garganta, sudando, dejando aún más resbaladiza su piel. Llegó a la cumbre rápidamente, sin permitirse un minuto de descanso y se levantó sobre la tierra mirando a su alrededor. Nada. Absolutamente nada. Sólo una llanura de esa misma materia extraña, tan plano todo, tan perfecto, ningún cambio en el monótono paisaje. Todo tan gris y tan luminoso. Cayó derrotado, sin fuerzas para llorar, con el viento lamiéndole cada centímetro de su desnudo cuerpo. Palpando con sus dedos aquella roca que parecía plástico. Todo en aquel lugar parecía plástico, hasta su cuerpo parecía de plástico. No sentía hambre, ni sed, y se dejó dormir con la cara vuelta hacia el frío suelo, atónitos sus ojos por tanta locura.
Cuando despertó era casi de noche otra vez y decidió bajar de aquel extraño montículo para aprovechar los últimos minutos de luz e ir a explorar el lago, inmenso e inmóvil. Echó a andar otra vez con decisión, dispuesto a sobrevivir a esa locura, a luchar para mantenerse con vida. A medida que se acercaba al lago le intrigaba aún más la quietud de sus aguas. Era extraño que la brisa no levantara ni la más leve ola. Cuando llegó y posó sus manos en lo que esperaba que sería refrescante agua, se encontró con una superficie brillante, totalmente pulida, de una sustancia tan dura como el hielo, pero que no despedía ni frío ni calor, pero resbaladiza y palpitante. Una vez más nada era lo que parecía. Aún peor, ni él sabía lo que él mismo y lo que le rodeaba parecía. Ya no recordaba nada de su vida anterior, por mucho que lo intentó, e, incluso dudaba de si había tenido una vida normal en algún momento de su vida o había sido tan sólo un sueño. Tal vez, su cuerpo siempre había sido así y siempre había vivido en aquella especie de antesala del infierno.
Finalmente, se acostó, pegado el cuerpo al suelo para evitar el frío viento y se durmió, plácidamente, con la inconsciencia de los que ya no saben quienes son. Los días siguientes transcurrieron inexorables, lentos. No encontró nada que tuviera el menor signo de vida, a pesar de que pasó los días caminando hacia un lado y hacia otro. Le dolían los pies y el rostro por el aire frío, pero seguía luchando por sobrevivir. No había comido nada en todo el tiempo que llevaba allí puesto que parecía que su nuevo cuerpo no lo necesitaba. En realidad, aunque lo hubiera necesitado no habría encontrado nada para comer o beber. Seguía empeñado en vivir, pero a medida que pasaban los días ese empeño era más y más débil..
No había nada que amenazara su vida por lo que se sentía absolutamente seguro en aquel extraño lugar. Pero ansiaba como nunca el contacto con otro ser vivo, la compañía que supone estar con alguien con un corazón, dos piernas y dos brazos y decidió buscar a alguien como él. No podía ser el único habitante de aquel lugar, estuviera donde estuviera. Tenía que haber alguien más y él sería capaz de encontrarlo., Así que echó a andar con fuerzas renovadas, ya que tenía una razón, una causa, un objetivo. Pero no tardó en desengañarse y en cercionarse de que jamás encontraría a alguien. Llegó a las fronteras de su reino, un abismo tan profundo y tan negro que era como si se hubiera acabado el planeta. No distinguí la otra orilla del abismo, si es que existía y tampoco podía ver su fondo. Las paredes del precipicio parecían de la misma sustancia fría que todo lo demás, tan pulida y grisácea.
Comenzó a sentir la desesperación empapándole. No hacía más que llorar sin lágrimas y caminar sin un rumbo fijo. Los días y las noches se sucedían y nada cambiaba. No vairaba la temperatura de aquel lugar, ni la intensidad de la luz. Ningún ruido rompía su silencio. Ningún movimiento rasgaba la quietud del lugar.
Deambulaba, pasando el rato. Subía a las rocas para mirar desde las alturas lo mismo que veía desde el nivel del suelo. Paseaba por encima del falso e irreal lago. Caminaba y caminaba sin importarle nada. Por las noches se tumbaba en el frío suelo y dejaba que el viento le acariciara el cuerpo. Intentaba dormir, sin lograrlo. Un día después de otra noche en vela no pudo levantarse.
Su voluntad le había abandonado y no pudo ponerse en pie. Una idea comenzó a tomar forma en su mente: suicidarse. No podía aguantar más aquella vida, si es que se le podía llamar vida. Consideró la idea de arrojarse por el precipicio pero le aterrorizaba la posibilidad de una caída sin fin. Además, tampoco parecía que contase con las fuerzas suficientes como para levantarse y caminar hasta el abismo. Comenzó a languidecer, con la piel pegada a sus huesos, intentaba quedarse lo más quieto posible para que sus músculos se atrofiaran de no utilizarlos, para que su corazón dejara de latir. Prefería dejarse morir antes que llevar aquella vida sin vida, sin nadie a su lado, sin cuerpo (porque su cuerpo ya no era suyo), sin conciencia de lo que había sido, sin masculino ni femenino, sin nada.
Pasaron muchas noches y muchos días y cada vez su cuerpo se encogía más, como envejeciendo prematuramente. Aunque quisiera, ya no podía moverse y nadie vendría a salvarle. Sin identidad, sin conciencia, ya no le importaba nada. No le asustaba morir ni vivir, ya no quería volver a ser lo que era porque no lo recordaba. Su cuerpo desnudo se marchitaba como un lirio al sol.
Una mañana, cuando ya llevaba mucho tiempo allí tumbado, abrió con dificultad los ojos y contempló aquella luminosidad y con su último aliento, le dio gracias al cielo por su luz.
Se asustó. Se asustó como nunca lo había hecho. Sintió el terror aguijoneando cada uno de sus huesos. Le asaltó la duda, la idea de que el resto de su cuerpo podía ser también así; de que el resto de su cuerpo, su cara, sus piernas, su pecho tuviera también ese color y untuosidad. Pero estaba demasiado oscuro, no sabía dónde estaba, sólo distinguía sus manos, y lo que veía le horrorizaba. No sabía si estaba desnudo o vestido pues parecía que había perdido sensibilidad en la punta de sus dedos. Tal vez fuera su nueva anatomía, o tal vez fuera el frío que sentía por todo el cuerpo. Tampoco oía nada. Había un silencio absoluto, inquietante e irreal en el lugar donde estaba. Sabía que se encontraba al aire libre, puesto que una corriente fría y húmeda le azotaba de vez en cuando las piernas y el rostro. Pero no escuchaba el silbido de ese viento. No escuchaba ningún murmullo de hojas al moverse las ramas de los árboles, no podía oír el canto de los pájaros. Ese silencio sepulcral le hacía sentir el frío de la soledad acariciándole la nuca.
Se agachó para tocar la superficie donde se encontraba, pero no consiguió descifrar de qué material se trataba. Desde luego no se trataba de tierra, ni de hierba ni de cemento. Era algo frío, demasiado pulido para haber sido creado por manos humanas, y a la vez blando. Se hundía cuando apretaba con la mano o pisaba fuerte. No sabía dónde estaba y tenía tanto frío y se sentía tan sólo...
No dejó de intentar saber dónde estaba durante lo que parecieron ser horas. Arrodillado, se medio arrastraba por el suelo intentando encontrar un límite, un cambio en el frío paraje, palpando siempre la misma materia resbaladiza y blanda. Sentía que la desesperación se iba adueñando de su ser al no encontrar nada que le orientara, nada que le fuera familiar, al no saber que había sido de su cuerpo, al no saber donde estaba, ni qué había sido de su vida. Ni siquiera recordaba exactamente cómo había sido su vida. Recordaba vagamente el cuerpo elástico de una mujer, las greñas doradas sobre su cara, pero no conseguía precisar sus facciones exactas, ni acordarse de su nombre. Sabía que trabajaba en algo que no le gustaba, que le aburría soberanamente y que tenía una madre sobreprotectora que le ahogaba con sus maternales brazos. Pero no lograba acordarse de la figura de su padre, ni de cómo era la casa donde vivía. Sentía que a medida que pasaban los minutos inexorables iba perdiendo más recuerdos, una parte mayor de lo que había sido su vida, sentía que perdía su pasado por momentos dejándole un vacío enorme, tan frío como todo en aquel horrible lugar. Sentía a su vida saliendo por la puerta de atrás de su mente sin hacer ruido, sin hacerse sentir.
Y pensó en cuántas veces había fantaseado con la idea de olvidarse de todo lo que había vivido, de empezar en un lugar nuevo, sin toda esa gente que había conocido a lo largo de su vida. Siempre le había gustado la idea de perder su personalidad y su vida, para enmendar todos los errores que había cometido. Dejar de ser él para convertirse en otra persona o en un animal o en un objeto. Sin historia, sin recuerdos, sin la necesidad de pensar en lo que siente, en lo que quiere hacer de su vida. Fundirse con el entorno, convirtiéndose en una parte más del decorado, inerte, sin responsabilidad de lo que sucede a su alrededor. No ser culpable, ni ser juzgado y condenado, no ser juez.
Se quedó dormido de puro cansancio, el dolor empapándole todos sus miembros, acurrucado como un feto, helado todo su cuerpo. Cuando se despertó, la luz le cegó los ojos. No veía nada, se tambaleaba con las manos en los ojos, repletas de destellos. Sus pupilas se fueron acostumbrando a la luz y cada vez fue distinguiendo las formas y los colores. Como había temido, el resto de su cuerpo tenía la misma piel verdusca y resbaladiza que había entrevisto antes en sus manos, pero le pareció aún más horrible y resbaladiza. Atónito, comprobó que su miembro había desaparecido. En su lugar sólo había una superficie húmeda y abultada. No tenía pene, ni testículos, ni vello. Ni siguiera ningún agujero por el que poder deshacerse de sus desechos. No había nada. Sólo era piel. Tampoco tenía pelo en la cabeza, ni en sus axilas, ni en su pecho plano. Sus tetillas habían desaparecido, dejando en su lugar una masa que no tenía nada de compacta ni de musculosa como antes. Parecía que quien le hubiera hecho eso había querido extirparle todo distintivo sexual, todo rasgo que pudiera diferenciar a una mujer de un hombre.
Antes de lo que él había empezado a llamar Su Conversión había sido un hombre musculoso, de formas rotundas, con un falo que se elevaba desafiante en cuanto tenía un pensamiento mínimamente erótico. Su masculinidad se despertaba con cada imagen, con cada caricia, con cada pensamiento. Ahora había perdido todo eso.
No tenía hambre, ni sed. Sólo sentía un vacío inconmensurable y esa soledad. Seguía sin oír nada y todavía le resultaba inquietante todo ese silencio. Ya sabía porqué no oía nada: no tenía orejas, ni ningún orificio por donde pudieran entrar las señales sonoras. No podía saber si todavía podía hablar porque no oía su propia voz. Su boca también había cambiado. No tenía labios, sus dientes partían de sus encías, afilados, más grandes que antes y algo curvados. Al no tener labios, su boca permanecía permanentemente abierta, notaba el aire frío avasallando sus pulmones, raspando su garganta.
Pronto descubrió que el lugar donde se había despertado era una gran extensión de un material parecido al plástico de color grisáceo o pardusco. No había sol. Sólo había una claridad inmensa que parecía surgir de la misma tierra, del cielo, una claridad que lo empapaba todo y que hacía que todo resplandeciera. Amarillo el cielo por la luz, resplandeciente de luminosidad. A lo lejos había unas rocas, brillando, casi traslúcidas. Al lado de las rocas se encontraba lo que parecía un lago de agua cristalina y limpia. Inquietante la quietud de sus aguas.
Se sentía cansado, cansado de tanto delirio y locura. Tenía la esperanza de que todo fuera un sueño, de despertarse en algún momento abrazado por el cuerpo delgado como un junco de su mujer. Sin embargo, sabía, tenía la convicción de que todo era real y que no se iba a acabar nunca.
Empezó a caminar, clavando las garras de sus pies en el blando suelo, hacia las rocas, en busca de un punto alto desde donde poder buscar algún rastro de vida en aquel lugar. Aunque las rocas no parecían estar lejos, tardó muchísimo en llegar, cansado por la blandura del suelo que pisaba, las lágrimas corriéndole por las mejillas, abrasándole por dentro.
Cuando llegó hasta los inmensos bloques se encaramó a ellos, empezó a trepar ágilmente, clavando sus dedos en las pulidas grietas. El aire frío raspando su garganta, sudando, dejando aún más resbaladiza su piel. Llegó a la cumbre rápidamente, sin permitirse un minuto de descanso y se levantó sobre la tierra mirando a su alrededor. Nada. Absolutamente nada. Sólo una llanura de esa misma materia extraña, tan plano todo, tan perfecto, ningún cambio en el monótono paisaje. Todo tan gris y tan luminoso. Cayó derrotado, sin fuerzas para llorar, con el viento lamiéndole cada centímetro de su desnudo cuerpo. Palpando con sus dedos aquella roca que parecía plástico. Todo en aquel lugar parecía plástico, hasta su cuerpo parecía de plástico. No sentía hambre, ni sed, y se dejó dormir con la cara vuelta hacia el frío suelo, atónitos sus ojos por tanta locura.
Cuando despertó era casi de noche otra vez y decidió bajar de aquel extraño montículo para aprovechar los últimos minutos de luz e ir a explorar el lago, inmenso e inmóvil. Echó a andar otra vez con decisión, dispuesto a sobrevivir a esa locura, a luchar para mantenerse con vida. A medida que se acercaba al lago le intrigaba aún más la quietud de sus aguas. Era extraño que la brisa no levantara ni la más leve ola. Cuando llegó y posó sus manos en lo que esperaba que sería refrescante agua, se encontró con una superficie brillante, totalmente pulida, de una sustancia tan dura como el hielo, pero que no despedía ni frío ni calor, pero resbaladiza y palpitante. Una vez más nada era lo que parecía. Aún peor, ni él sabía lo que él mismo y lo que le rodeaba parecía. Ya no recordaba nada de su vida anterior, por mucho que lo intentó, e, incluso dudaba de si había tenido una vida normal en algún momento de su vida o había sido tan sólo un sueño. Tal vez, su cuerpo siempre había sido así y siempre había vivido en aquella especie de antesala del infierno.
Finalmente, se acostó, pegado el cuerpo al suelo para evitar el frío viento y se durmió, plácidamente, con la inconsciencia de los que ya no saben quienes son. Los días siguientes transcurrieron inexorables, lentos. No encontró nada que tuviera el menor signo de vida, a pesar de que pasó los días caminando hacia un lado y hacia otro. Le dolían los pies y el rostro por el aire frío, pero seguía luchando por sobrevivir. No había comido nada en todo el tiempo que llevaba allí puesto que parecía que su nuevo cuerpo no lo necesitaba. En realidad, aunque lo hubiera necesitado no habría encontrado nada para comer o beber. Seguía empeñado en vivir, pero a medida que pasaban los días ese empeño era más y más débil..
No había nada que amenazara su vida por lo que se sentía absolutamente seguro en aquel extraño lugar. Pero ansiaba como nunca el contacto con otro ser vivo, la compañía que supone estar con alguien con un corazón, dos piernas y dos brazos y decidió buscar a alguien como él. No podía ser el único habitante de aquel lugar, estuviera donde estuviera. Tenía que haber alguien más y él sería capaz de encontrarlo., Así que echó a andar con fuerzas renovadas, ya que tenía una razón, una causa, un objetivo. Pero no tardó en desengañarse y en cercionarse de que jamás encontraría a alguien. Llegó a las fronteras de su reino, un abismo tan profundo y tan negro que era como si se hubiera acabado el planeta. No distinguí la otra orilla del abismo, si es que existía y tampoco podía ver su fondo. Las paredes del precipicio parecían de la misma sustancia fría que todo lo demás, tan pulida y grisácea.
Comenzó a sentir la desesperación empapándole. No hacía más que llorar sin lágrimas y caminar sin un rumbo fijo. Los días y las noches se sucedían y nada cambiaba. No vairaba la temperatura de aquel lugar, ni la intensidad de la luz. Ningún ruido rompía su silencio. Ningún movimiento rasgaba la quietud del lugar.
Deambulaba, pasando el rato. Subía a las rocas para mirar desde las alturas lo mismo que veía desde el nivel del suelo. Paseaba por encima del falso e irreal lago. Caminaba y caminaba sin importarle nada. Por las noches se tumbaba en el frío suelo y dejaba que el viento le acariciara el cuerpo. Intentaba dormir, sin lograrlo. Un día después de otra noche en vela no pudo levantarse.
Su voluntad le había abandonado y no pudo ponerse en pie. Una idea comenzó a tomar forma en su mente: suicidarse. No podía aguantar más aquella vida, si es que se le podía llamar vida. Consideró la idea de arrojarse por el precipicio pero le aterrorizaba la posibilidad de una caída sin fin. Además, tampoco parecía que contase con las fuerzas suficientes como para levantarse y caminar hasta el abismo. Comenzó a languidecer, con la piel pegada a sus huesos, intentaba quedarse lo más quieto posible para que sus músculos se atrofiaran de no utilizarlos, para que su corazón dejara de latir. Prefería dejarse morir antes que llevar aquella vida sin vida, sin nadie a su lado, sin cuerpo (porque su cuerpo ya no era suyo), sin conciencia de lo que había sido, sin masculino ni femenino, sin nada.
Pasaron muchas noches y muchos días y cada vez su cuerpo se encogía más, como envejeciendo prematuramente. Aunque quisiera, ya no podía moverse y nadie vendría a salvarle. Sin identidad, sin conciencia, ya no le importaba nada. No le asustaba morir ni vivir, ya no quería volver a ser lo que era porque no lo recordaba. Su cuerpo desnudo se marchitaba como un lirio al sol.
Una mañana, cuando ya llevaba mucho tiempo allí tumbado, abrió con dificultad los ojos y contempló aquella luminosidad y con su último aliento, le dio gracias al cielo por su luz.
2 comentarios:
No quiero imaginarme esta situación, aunque estoy casi seguro de que la acabaremos conociendo. Así mas o menos, pero sin poder comentarlo.
Me gusta como lo cuentas.
Saludos.
Ay, Máximo, espero que no la conozcamos, qué tristeza... que se quede en nuestra imaginación...
Un abrazo y... gracias
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